22 de noviembre de 2024 1:10 AM

Ricardo Gil Otaiza: Del título y otros demonios

En el ámbito de lo académico, el título de una tesis de grado o de una publicación científica, debe conjugar en sí mismo el objetivo general del trabajo; es más: el título es el objetivo sin el verbo en infinitivo, y deslastrado de algunos aditamentos (el “cómo” y a veces el “para qué”), ahora bien, el territorio de la literatura es más pragmático y menos normativo hasta ciertos límites, y la titulación deberá ser un imán que atraiga las miradas de los hipotéticos lectores, y que contribuya a su aceptación y venta (el mercado, ni más ni menos). Esto es taxativo, y creo que es llover sobre mojado adentrarnos en esta realidad.

No obstante, hay, como en todo, diversas variables que inciden en este aspecto (que pudieran resultar intrascendentes para unos, pero que no lo son), ya que el título deberá decir más de lo enuncia, lo que lleve a quien vea la carátula o la tapa de la obra (o su lomo), en una vitrina o en un mesón de novedades, a la inquietud de asomarse a sus páginas y, por qué no, adentrarse en la librería y llevarse el ejemplar. Es el autor(a) quien titula la obra, pero en esto no tiene la última palabra, porque el editor es el que conoce los intríngulis del oficio, y al revisar el libro sabrá si el título podrá o no quedarse, y aquí entran en juego los dimes y diretes entre autores y editores, al final llegan a acuerdos, y a la mano de Dios.

Los títulos de las obras literarias (y de las artes en general), a diferencia de los académicos, tienden a ser engañosos y ambiguos, porque si bien, deben decir más de lo que anuncian, como queda expuesto, a veces esto no se logra, y el lector cae entonces en una suerte de limbo, porque sencillamente piensa y decide con base en lo que el título le dice o sugiere (claro, entran en juego otros factores relevantes: las imágenes, las fotografías y el diseño de la obra, que suelen ser auténticos ganchos). En otros casos, sucede lo contrario: el título se queda corto y no le transmite al lector la esencia del contenido, y al no tener ese imán que resulte hipnótico, la obra pierde valor extrínseco.

Ahora bien: lo que hay que evitar a toda costa, y esto lo digo cuando puedo, es un título mediocre, gris, chato y sin brillo, ya que, un buen título puede salvar a una obra “mediocre”, y un mal título puede hundir a un hipotético clásico. ¿Cómo saberlo? A veces es un azar, transijo, en otros casos son excelentes las listas de cotejo, que te permiten un amplio espectro de posibilidades y te llevan a un puerto seguro. Recomiendo leer muchos títulos de obras clásicas y contemporáneas, ya que el ejercicio nutre la mente y nos da pistas que podrían ser salvadoras.

Hay títulos de títulos, no nos engañemos, empecemos con los poéticos (aunque no sean de ese género): La llama doble: amor y erotismo de Octavio Paz, El infinito en un junco de Irene Vallejo, El país de la canela de William Ospina, La sombra del viento de Carlos Ruiz Zafón, Confieso que he vivido de Pablo Neruda, y Cuando ya no importe de Juan Carlos Onetti. Fíjense: hay allí ensayos, novelas y autobiografía, y no lo reflejan. Los hay precisos y contundentes: Sostiene Pereira de Antonio Tabucchi (que toma una frase repetida por su personaje central a lo largo del libro, y a pesar de su brevedad, no se queda corto, porque surte un efecto de mantra que queda cincelado en el lector), Formas breves de Ricardo Piglia (que hace énfasis no en el contenido, sino en la forma: textos fragmentarios de pequeño tamaño), así como El último lector, también de su autoría, y ni hablar de Cien años de soledad de García Márquez, que no dice más de lo que enuncia, pero se cierra en sí mismo de manera autárquica y perfecta.

Hay títulos misteriosos: La noche del oráculo El libro de las ilusiones de Paul Auster (que nos llevan a imaginar nuevas experiencias esotéricas), Delirio de Laura Restrepo (que podría entrar en los precisos y contundentes, pero cuyo vocablo evoca muchas cosas que nos llevan a extraviarnos en lo atávico). Los hay filosóficos: La insoportable levedad del ser de Milan Kundera, El deseo y el infinito de Armando Rojas Guardia, El tiempo envejece deprisa de Antonio Tabucchi, La velocidad de la luz de Javier Cercas, La cabeza bien puesta de Edgar Morin, El olvido que seremos de Héctor Abad Faciolince, La soledad de los números primos de Paolo Giordano y Las partículas elementales de Michel Houellebecq.

Los hay neutros, que poco nos dicen, que no sueltan prenda, como El nombre de la Rosa de Umberto Eco, Personas de Carlos Fuentes, Lluvia de Victoria de Stefano, La vaca de Augusto Monterroso, Ojalá octubre de Juan Cruz Ruiz, Cambios de Mo Yan y 2666 de Roberto Bolaño. Los hay de salir corriendo: El libro del desasosiego de Fernando Pessoa, Demonios íntimos de Rubert de Ventós, Amantes y enemigos de Rosa Montero y Del amor y otros demonios de García Márquez. Los hay engañosos como Ensayo sobre la ceguera de José Saramago (que es novela). Los hay jocosos como La loca de la casa de Rosa Montero, El inútil de la familia de Jorge Edward y Obras completas (y otros relatos) de Monterroso (que fue su primer libro y con apenas 140 páginas).

El título es y no es lo que parece: avanza y retrocede, hace piruetas en el aire, se contrae o se expande con orgullo: dice lo que no es y es lo que no dice, y así se mece en el desvarío literario: nos toma de la mano y somos sus posesos.

rigilo99@gmail.com

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