22 de noviembre de 2024 1:59 AM

Linda D’Ambrosio: De las cebollas

Mis hijos dicen que el alféizar de mi ventana los hace pensar en Tim Burton.

Infiltradas allí, entre azaleas y begonias, emergen de la tierra, en sus tiestos, algunas cebollas.

Ellos seguramente son capaces de percibir en este gesto una señal más de mi incipiente chochera, y no están lejos de la verdad porque, a medida de que avanzamos en edad, ciertas cosas van cobrando sentido.

¿Qué justifica la presencia de una humilde hortaliza entre otras plantas decorativas del salón?

Me admira, por ejemplo, cómo se abre paso la vida a través de la cebolla, descontextualizada, huérfana, sin un entorno nutricio, pero sacando fuerzas de su propio interior. Allí está: retoñando, en un verdor que despunta y crece, metáfora viviente de la resiliencia.

Es por eso que me resisto a mancillar la fortaleza ejemplarizante del bulbo. Antes bien: me siento llamada a proteger y apoyar la persistencia ancestral de la cebolla, empeñada en su cometido fundamental: vivir. Algo hay en su carga genética que determina que sea capaz de seguir evolucionando y creciendo, aun desarraigada, en el sentido más literal del término.

Me pregunto también cuánto hay en nosotros, otros earthlings, de supervivientes. La cebolla es una invitación a resistir, a vivir, aun en los entornos más inhóspitos.

No sé si habrá influido en mí el descubrir que en la cultura jain, sintonizada con la protección de la vida, se evitan como alimento ajos y cebollas, porque su consumo supone sacrificar la vida de la planta, a diferencia de otros vegetales, de los que apenas tomamos el fruto, llamado de todos modos a desintegrarse para entregar la semilla a la tierra, pero el caso es que me siento incapaz de arremeter contra este recordatorio biológico que me invita a verdear y crecer. Y así, cada vez que veo que comienza a evolucionar una cebolla, recurro a una maceta para alojar este fenómeno que, contra todo pronóstico, se estira hacia el sol y aventura la promesa de partirse en dos multiplicándose.

A menudo se mencionan las cebollas en referencia a sus capas. Y sí: se trata de la progresiva aproximación a un núcleo que no está expuesto, sino secretamente reservado para quien tenga la paciencia de sortear las regiones más epiteliales. Y qué decir de Miguel Hernández quien, es sus Nanas, alude a ellas, como el elemento que permite paliar la pobreza en plena guerra civil: En la cuna del hambre/mi niño estaba/Con sangre de cebolla/se amamantaba… O en otro punto: Vuela niño en la doble/luna del pecho./Él, triste de cebolla/tú, satisfecho…

Menos populares resultan en cuanto a las lágrimas que producen, tan poco relacionadas con los sentimientos como las míticas lágrimas de cocodrilo. Y, sin embargo, son el resultado de nuestra ruda aproximación que ocasiona que unas moléculas entren en contacto con otras y produzcan los urticantes vapores que causan el lagrimeo.

Metáfora de tantas cosas, las cebollas destacan por sus numerosas propiedades medicinales: es depurativa, antioxidante, diurética, y parecen tener también propiedades antibióticas. Pero, de todos sus rasgos, ninguno me impresiona más que esta capacidad para seguir creciendo y desarrollándose a pesar de las condiciones poco favorables que las rodean.

Quizá por eso me gusta tenerlas allí, plantadas. ¿Cómo no reconocer este prodigio que parece desafiar la adversidad? Y así, prefiero seguir plantándolas, como mudo recordatorio de cuál es la actitud más adecuada: la de no dejarse abatir por las circunstancias y seguir creciendo a pesar de los embates, progresando y aprovechando cada pequeño estímulo para nutrirse y salir al sol.

linda.dambrosiom@gmail.com

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