22 de noviembre de 2024 6:42 AM

Linda D’Ambrosio: De la generosidad y las estampillas

En una pequeña caja de latón, que otrora fuera estuche de unos chocolates, iban posándose unos sobre otros infinitos sellos postales, todavía adheridos a los trocitos de los sobres en que solía llegar a casa la correspondencia durante mi infancia.

Con familiares radicados en España e Italia, no había semana en que no se recibiera al menos un sobre en el apareciera la efigie de Franco, retratado en un color que variaba según el número de pesetas a las que equivaliera el sello. De manera análoga, la célebre moneda de Siracusa cambiaba de tono según la denominación de los sellos italianos.

Pero ¿por qué guardaba mi madre las estampillas? Hasta hace poco, recordaba vagamente que esta costumbre estaba relacionada con ayudar a la Infancia Misionera. Pero ¿qué tenían que ver las estampillas con las misiones?

Al parecer, la recolección de sellos fue iniciativa de unos jóvenes seminaristas de Lieja (Bélgica) que en sus ratos libres los trataban, desprendiéndolos cuidadosamente del papel al que estaban adheridos tras introducirlos en agua con sal. Los secaban y los vendían a las casas filatélicas, que a su vez las ofrecían a los coleccionistas. Era así como, a través de un simple gesto, rentabilizaban aquello destinado a terminar en la basura. Una atinada acción de reciclaje, diríamos en estos tiempos.

Un artículo publicado en 2003 en la revista «Caminos de Misión», de la Asociación Misionera Vicenciana de España, afirma: “Habían clasificado en el primer año 1.000 millones de sellos. Los beneficios de su venta los pusieron de inmediato al servicio de las casas-cuna de las misiones. O de las escuelas y colegios. O de las catequesis…” Un pequeño gesto que, repetido, surtió un impacto considerable en las acciones solidarias que se buscaba apoyar.

Cuando yo era pequeña, sin embargo, parecía prevalecer un concepto de generosidad que tenía que ver con la conciencia del otro, sí, pero de un otro lejano y desconocido. La ayuda material -sin duda necesaria- se estimulaba no solo mediante la solidaridad, sino también a través de la culpa. ¡Cuántos kilos habremos engordado innecesariamente quienes éramos incitados a vaciar nuestro plato porque otros niños en África no tenían bocado que llevarse a la boca, haciéndonos valorar el privilegio de tener alimento disponible, sí, pero también creando la falsa sensación de que podíamos remediar los males ajenos engullendo cuanto se nos sirviera, excesivo o no. No entraré en la razonable política de no desperdiciar los alimentos.

Pero es que el amor al prójimo es el amor al más próximo, que es lo que significa la palabra. Seres concretos con rostros y nombres, que no están en la remota África ni desfallecen por hambre material. Que a lo mejor lo que necesitan es tiempo, atención o afecto.

Ayer recibí por Whatsapp un mensaje con el siguiente proverbio, al parecer, hindú: “Las almas nobles son como la madera de sándalo: perfuman hasta el hacha que las golpea”. Y me encantó porque, al igual que todos, puedo ser víctima de acciones, quizá no malintencionadas, pero al menos descuidadas. Pido entonces que no se corrompa mi pureza: que los actos de otros no sean pretexto para que yo actúe de forma poco generosa. Que tenga la lucidez de actuar limpiamente, sin importar lo que hagan –me hagan- los otros, y sin que mi rectitud se vea empañada por mis emociones.

Quizá eso también es la generosidad. Tal vez no sea apropiado poner la otra mejilla, pero que defenderse no suponga atacar y que mantengamos un corazón limpio y ecuánime, a pesar de lo que hagan los otros.

linda.dambrosiom@gmail.com

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