Curiosamente, en nuestra lengua, cuando hablamos de un cuento chino, nos referimos a un relato fantasioso, a una mentira, a una serie de falsedades hiladas para explicar algún evento. No sé cómo se originó esa idea, puesto que los cuentos chinos que conozco entrañan enorme sabiduría.
El Universal / linda.dambrosiom@gmail.com
Dentro del contexto de la literatura china, destacan los chéng yû, expresiones idiomáticas que se representan a través de cuatro caracteres y que remiten, al estilo de nuestros proverbios o refranes, a algún episodio que forma parte del imaginario colectivo chino y que encierra alguna enseñanza moralizante. Leo en internet: “El significado del chéng yû generalmente trasciende su sentido literal, y para comprenderlo es necesario conocer el mito o hecho histórico con el que está conectado y al que debe su origen. Sin este conocimiento el chéng yû puede ser fácilmente malinterpretado o no entendido”.
En su libro Sabiduría de la antigua China (Kairós, 2019) María Eugenia Manrique recopila una serie de proverbios, cuentos y leyendas relacionadas con el chéng yû. Habiendo estudiado pintura tradicional y destacándose en el área de la caligrafía china y japonesa, Manrique ha publicado varias obras en torno al significado de ciertas prácticas en Asia.
Entre los relatos que incluye María Eugenia en el libro, se encuentra el de un humilde guardia fronterizo que, entre sus pocas pertenencias, tenía un caballo. La inesperada desaparición del animal da origen a una serie de sucesos en apariencia desafortunados, pero que a la postre resultan haber sido una bendición. La artista incluye una nota explicativa al pie de la historia: “Los sufrimientos y desgracias dan lugar a cambios en nuestras vidas que en el futuro pueden traer ventajas inesperadas”.
A menudo mi hija, que vive desde hace cuatro años en China, me lo cuestiona cuando me quejo de alguna cosa: ¿Mala suerte? ¿Buena suerte? Y creo que la respuesta puede provenir de la actitud con que asumamos cada situación de nuestra vida.
Comencé a reflexionar sobre este asunto cuando mi amiga Nidia Tabarez me comentó que los budistas suelen afrontar la adversidad con una premisa en mente: ¿Qué puedo aprender en esta situación? Y estoy firmemente convencida de que es así: cada episodio de nuestra vida entraña un tesoro, una oportunidad de crecer, de conocer algo nuevo, de cambiar nuestros hábitos, de fortalecernos y hacernos más hábiles para afrontar los nuevos retos que nos deparará el porvenir.
Evidentemente no siempre es fácil. Nada evitará la cuota de dolor y sufrimiento que algunos eventos puedan comportarnos. Pero todo ello ha de conducirnos, si permanecemos atentos, a ser la persona en la que estamos llamados a convertirnos. Y ya que es inevitable que pasemos por ciertas situaciones, por lo menos hagámoslo rentabilizando la experiencia, viviéndola en la conciencia de la novedad que aporta a nuestras vidas, de cómo nos libra de continuar en la ruedecita del hámster que persiste en su frenética carrera, siempre en el mismo lugar, sin avanzar a ningún sitio.
Desde una postura religiosa puede interpretarse que la divinidad nos envía exactamente las pruebas que necesitamos para desarrollarnos y trascender, pero quien quiera acometerlo desde un punto de vista laico también encontrará sentido a plantearse cuántas formas de crecer puede encontrar en cada aparente desventura.
¿Para evolucionar? ¿Para trascender? Depende de la visión de cada quien. Pero cambios y pérdidas pueden ser el punto de partida de grandes e importantes aprendizajes en nuestra vida si confiamos en que, con cada embate, la vida nos ofrece una oportunidad para crecer.