Daniel Fermín: Contra la privatización de PDVSA

Con las elecciones presidenciales en el horizonte, los candidatos intentan posicionarse, acomodarse. El popular “pescuezeo”. Parte de eso implica afinar la propaganda y los mensajes. Por ahora, hemos visto lo metafísico: el bien contra el mal; lo ideológico: socialismo contra capitalismo; el clasismo apenas velado: los ‘decentes’ contra la chusma.

Se empieza a asomar, también, lo programático, lo que aspira traducir todo aquello en hechos. Varios de los candidatos a las primarias de la oposición de élites han propuesto, por la calle del medio, la privatización de Petróleos de Venezuela. Y lo han hecho con la sonrisita de quien cree que se la está comiendo.

Privatizar PDVSA sería una puñalada criminal al corazón del futuro de los venezolanos, todo para complacer al zamuraje. Vamos por partes.

En la literatura se le llama «crony capitalism». Algo así como el capitalismo de los panas. Una sociedad en las alturas, por demás criminal, donde no cabe más nadie y el resto es repele. Y es la consecuencia más inmediata de la privatización que están planteando quienes andan poniendo en venta a PDVSA como mensaje de campaña (¿hacia afuera?).

En la historia, hay que pensar en el surgimiento de los oligarcas rusos en el contexto del colapso de la Unión Soviética y el posterior remate de sus principales industrias y activos, con lo que se enriqueció un grupito más allá de los sueños más osados. Ese es el “enchufe” soñado del grupo que hoy quiere regalarle a unos pocos lo que, aunque desperolado, es de todos.

En Hungría, Bálint Magyar acuñó el término “estado mafia” para referirse a la dinámica de este tipo de sociedades en la que los intereses privados toman el lugar de los intereses colectivos, muchas veces en forma de estos “regalos pa’ los panas” disfrazados de “procesos de eficiencia”. Advierto que el relato general también, espeluznantemente, muestra parecidos a la corrupción de los últimos 20 años en Venezuela.

La ola privatizadora tuvo su historia. Hubo un momento, en los años 90, en el que se pensó que era la panacea. Suficiente tiempo ha pasado como para saber que la necesaria reorientación del Estado no tenía por solución mágica el remate general y que, en más de una oportunidad, un Estado eunuco quedaba a la merced de intereses económicos y frustrado en cualquier intento de ejercer el poder para cambiar las cosas en beneficio de los más vulnerables.

Y tanto PDVSA como la industria petrolera, nuestra y de todos, tienen también su historia. No eramos sino aquel país archipiélago antes de la explosión del oro negro. Nos dio tormentos, impulsó luchas reivindicativas, hasta antiimperialistas, y cambió el rostro de Venezuela. Luego, logramos formalmente la lucha de décadas: que el petróleo fuera de los venezolanos. No es un eslógan vacío. Fue una conquista histórica que hizo posible una verdadera revolución en los indicadores sociales, el crecimiento económico y el desarrollo nacional. No debemos renunciar a esa conquista en nombre de los sirénicos cantos de zamuros que quieren aprovecharse de la debacle de la industria para hacerse de ella por dos lochas.

Ciertamente, el Estado está hipertrofiado. Es fofo, ineficiente, todo o casi todo lo que tiene que ver con él es un dolor de cabeza. Tiene decenas de ministerios y una estructura corroida hasta los cimientos por el clientelismo. Es dueño de hoteles, areperas, infinidad de mamotretos improductivos. Allí hay mucho qué hacer, devolviéndole la actividades a la gente, no en nombre de algún fetiche “privatizador”, sino para concentrar todos los esfuerzos y todos los recursos del Estado en lo que realmente importa y le toca: la salud, la educación, los servicios públicos, la protección social, la promoción del desarrollo y el cierre de las brechas estructurales de desigualdad. No es un «Estado pequeño» sino bien orientado.

Sentados en las reservas más grandes del planeta, el petróleo es nuestro recurso inmediato y más importante para apalancar el desarrollo. Pretender lo contrario es un desvarío. De sobra hemos escuchado sobre sembrar el petróleo. A veces, a modo de crítica, como señalando algo que no se hizo. Pero lo que se hizo, todo lo que insuficientemente se hizo, ha sido con ese petróleo, sembrado hoy en escuelas, hospitales, centrales eléctricas, autopistas, puentes. En lo que hay. En lo que nos mantiene medianamente a flote. Sin los recursos provenientes de ese petróleo, el futuro, ese que ya nos cuesta ver entre la neblina de la crisis y la fractura, luce tenebrosamente oscuro. Y eso no se arregla con frases de autoayuda convertidas en mantras económicos.

“Privatizar” PDVSA puede sonarle sexy a algunos, acostumbrados a padecer la ineficiencia del Estado. Pero privatizar, en este caso, es rematar. Rematársela, a precio de gallina flaca, a sus panas. A los de adentro, sus socios de siempre, y a los de afuera, que apenas alcanzan a limpiarse la baba con la corbata mientras celebran, no sin shock, cómo desde adentro proponen como genial política regalarles nuestro petróleo. Zamuros de perlas, corbatas y maneras refinadas.

No estamos hablando de una actividad económica accesoria sino del pulmón de la economía. Maltrecho, de fumador, con enfisema. Pero el que tenemos. Quitarle PDVSA a todos para regalársela a un grupete puede que termine bien para PDVSA, pero no para quienes quedan atrás.

PDVSA no es la que fue tras la corruptela y pésima administración de los últimos dos gobiernos, junto a los golpes que sufrió la industria tras las consecuencias del paro y, años después, las sanciones. Pero es nuestra, y está llamada a ser la palanca del desarrollo. En este preciso momento, no tenemos otra. Si queremos que el turismo, la agricultura, el desarrollo tecnológico, la ganadería, la manufactura, la innovación y el comercio arranquen, se robustezcan y le peleen el sitial al petróleo en la economía nacional, necesariamente deben ser impulsados por lo único que, maltrecho, tenemos hoy: el petróleo. Esa es nuestra paradoja: diversificar la economía pasa por la palanca del petróleo. Es evidente que no estoy diciendo nada nuevo. La idea de «sembrar el petróleo«, que plantearon de manera dispar desde Uslar hasta Betancourt, junto a todos aquellos que advirtieron la urgencia de poner nuestro mayor recurso al servicio del desarrollo, no es mala porque sea vieja o porque «haya fracasado», que no es el caso. No sólo sigue vigente, sino que es nuestra única salida posible. Que es un horror que ese siga siendo el debate 100 años después es otra discusión.

No se trata de una defensa del rentismo, nuestro mal de tantos años, ni de la monoproducción. Tampoco se trata de ignorar los tantos males del petro Estado, sino de reconocer que privatizar PDVSA hoy significa, entre tantas cosas, que más nunca salimos de este hoyo tan profundo porque es quitarnos las herramientas para escalarlo. Nos quebraron las rodillas y nos proponen rematar la muleta que nos queda.

Nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde. No se trata de defender los males del ‘excremento del diablo’, sino de comprender que es con ese guano diabólico que nos toca—y que podemos—construir nuestro futuro, aún cuando sea con miras a hacernos menos dependientes de él. Hacerlo en la mayor armonía posible con el medio ambiente es nuestro principal reto.

Estas son líneas gruesas que no agotan el tema de qué hacer con Petróleos de Venezuela y que no niegan explorar fórmulas para una participación más directa de los venezolanos en la industria petrolera que reafirmen, en lugar de lesionar, la soberanía de Venezuela sobre su petróleo. El mensaje es este: Privatizar PDVSA es atentar contra el futuro de Venezuela y por eso lo rechazamos y lo combatiremos.

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