20 de septiembre de 2024 2:51 AM

Ricardo Gil Otaiza: Contar es fabular

Cada vez que nos disponemos a contar un hecho, por más nimio que este sea, habrá la posibilidad de introducir cuestiones que ha elaborado nuestra cabeza y que terminamos por asumir como parte de la verdad. Es decir, querámoslo o no, la narración como visión amalgamada de hechos, circunstancias y fábulas, estará presente en nuestra memoria y suele acontecer que sus linderos son un tanto difusos. “La narración es un recuerdo, por tanto un resumen, una simplificación, una abstracción”, nos lo dice Milan Kundera en El telón; igual cuestión creía Borges. Quien narra está sujeto a los sutiles (a veces pérfidos) mecanismos de la memoria, que entretejen, cotejan, confluyen, superponen, mezclan, modifican, ralentizan, reacomodan y reinventan aquello que deberían preservar sin más, pero no podemos escapar a nuestra capacidad de recrearlo todo; de dar nuestro “aporte” a lo contado, de imprimirle una suerte de sello de “originalidad” que nos permita ser lo que somos desde el “yo” y así perpetuar el viejo arte de contar historias.

Quien narra cuenta su propia historia y repite (sin pretenderlo) lo que se ha contado desde antiguo y lo escrito desde entonces, lo que llevó a Borges a afirmar en uno de sus más celebrados cuentos (Pierre Menard, autor del Quijote): “Quizás todos seamos Pierre Menard que repetimos sin cesar, y en diferentes lenguas, libros preexistentes.” (es decir, lo que más o menos ha intentado recogerse en el viejo adagio que citamos hasta el cansancio: “No hay nada nuevo bajo el sol”). A ver: narramos la existencia y cada vez que lo hacemos echamos mano de los mecanismos de nuestros antepasados, y quienes nos dedicamos con mayor o menor rigor a la literatura, lo hacemos sobre los hombros de los gigantes del pasado (de los que no podemos desprendernos, ni mucho menos desdeñar), porque todo es un continuum al que estamos atados por formar parte de una misma humanidad: contar nos ennoblece, nos baja de las ramas, nos eleva a la condición de demiurgos; de dioses.

El libro que escribimos desde antiguo es el de nuestra propia historia como humanidad, porque quien narra lo hace de sí mismo y de los otros, y el hilo de lo contado es parte de la realidad atenazada por la fábula: que es a su vez nuestra más recóndita y profunda verdad. Quien narra, fabula, pero este ejercicio atávico enriquece la experiencia: la nutre de deseos y de anhelos, de sueños y de esperanzas, y la acerca a nuestra esencia de seres ganados a la completitud en el ahora. Narramos historias pasadas, pero lo hacemos desde el presente, y este hiato, que ha sido uno de los mayores escollos del arte de la literatura, más o menos fue resuelto con las nuevas técnicas narrativas y cinematográficas: que avanzan y retroceden, que nos ponen en el “ahora” y que en cuestión de instantes es a su vez “pasado” y regresa a nosotros convertido en el hipotético presente. Pasado y presente se hacen entonces una dupla inseparable que se realimenta constantemente, y en ese ir y venir se reconstruyen la vida y los personajes.

Esta solución técnica es lo más parecido a la verdad de la existencia: estamos en el presente que es al mismo tiempo un pasado que nos llega desde la memoria, y nuestras actuaciones del ahora responden la mayoría de las veces a enseñanzas recibidas y a tradiciones (usanzas). En otras palabras: el presente es al mismo tiempo el pasado, y en esta recursividad nos movemos en el mundo “real” y la narrativa no puede escapar a ello porque es un “invento” que responde a lo profundo del Ser. Si contar es fabular, somos personajes que inventamos nuestra realidad (nuestra condición se mece entre la realidad y la irrealidad), y en esos reacomodos hallamos nuestro lugar en el ahora y lo legamos a la hipotética posteridad.

Lo que fue ya no existe desde el ángulo de lo tangible, solo en la memoria, pero mi instante se transforma rápidamente en pasado: se esfuma, se hace bruma, se escabulle en fracción de segundos, lo que lleva a algunos filósofos a plantearse la “inexistencia del presente” y a formular un permanente transitar hacia el vacío (una suerte de limbo existencial): desde la nada (que es el pasado y el presente) vamos a la nada que es el futuro. Solo las artes (entre ellas la literatura) nos salvan de tan trágico sino, al darle sentido al vivir, al llenarlo de luces y de sombras, al conferirle rostros y epopeyas, palabras e historia, verdad y mentira. La literatura se ahonda, y en ese viaje interior hacia las profundidades del ser nos redime, hace vivible la cotidianidad, conjura nuestros demonios y hace que todo tenga un valor.

El valor de la existencia se patentiza en las páginas de los libros (ese libro infinito al que aspiraba Borges y que magistralmente dibujó en sus espléndidas narraciones): cuando un relato pone en evidencia nuestra condición finita y la transforma en algo que trasciende y vale la pena vivir, de allí que contar historias nunca desaparecerá, porque es inmanente a nuestra esencia divina: podrán cambiar las técnicas y las maneras de patentizar lo contado, pero el sustrato (que es en sí el arte de la literatura en todos sus géneros y variantes) allí quedará como evidencia de nuestro transitar, como huella profunda que el paso del tiempo no borrará; como testigo de nuestro ir y venir por este mundo que todo lo olvida y nos deja abandonados en el trastero de la historia.

rigilo99@gmail.com

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