Pese a estar absolutamente inmersa en el campo de las comunicaciones, mi formación proviene del área de la docencia. Sí: soy Licenciado en Educación, aunque siempre me haya interesado por lo que sucede más allá de las aulas. ¿O es que hay algo más didáctico que la vida misma?
El Universal / linda.dambrosiom@gmail.com
De hecho, los centros escolares son como pequeños laboratorios que reproducen, a escala, aquello que sucede en el gran teatro del mundo, como lo hubiera llamado Calderón de la Barca: entornos en los que se premia a los educandos por ofrecer determinadas respuestas y configurarse, lo más exactamente posible, a un patrón ideal diseñado por los tecnólogos.
El problema al que quiero referirme radica en que la educación tradicional no parte de la diversidad que distingue a unas personas de otras. Ya en el último cuarto del siglo pasado Howard Gardner y sus colaboradores habían identificado en la Universidad de Harvard ocho tipos distintos de inteligencia: lingüístico-verbal, lógico-matemática, viso-espacial, musical, corpóral-cinestésica, intrapersonal, interpersonal y naturalista. Si convenimos que todos tenemos desarrollado en mayor o menor grado cada uno de estos tipos de inteligencia ¿no deberíamos favorecer que cada quien nutra y desarrolle aquello para lo que se ve naturalmente dotado?
Me inquieta ver cómo años que son irrepetibles en la vida familiar se ven marcados por el “coco” que supone un sistema escolar que, en lugar de ser una fuente de experiencias gratificantes, se convierte en un corsé de una sola talla a la que debemos acomodarnos todos.
Perdí tiempo importante de mi adolescencia y juventud tratando de memorizar contenidos irrelevantes, dejando de estudiar cosas que hubieran enriquecido mi perfil profesional a posteriori y omitiendo cosas que me entusiasmaban y hubieran sido, efectivamente, didácticas. Agradezco la medida en que estos eventos contribuyeron a forjar mi carácter requiriendo paciencia, perseverancia y humildad.
Pero no se trata solo del conflicto del estudiante constreñido a transformarse en un ser predeterminado socialmente; se trata del impacto que tiene este modelo de enseñanza (que no de aprendizaje) en la vida de la familia entera. Los padres invierten importantes dosis de tiempo y energía, con el consiguiente desgaste de su propio sistema nervioso, intentando arrear a sus niños a través del aro que la escuela les presenta. La convivencia, la comunicación, la propia estima se ven condicionados por el rendimiento escolar y por la necesidad de adaptarse a lo que los estándares escolares imponen.
Poco vale que un niño sea un potencial músico, atleta o artista consumado: estas capacidades se desatenderán a favor de la internalización de otros conocimientos nada básicos y sujetos, además, a una veloz obsolescencia conforme la ciencia avance. Pero insistimos en los contenidos, en lugar de insistir en los procesos mediante los cuales obtenemos información.
Este proceder redunda también en adormecer las capacidades inquisitivas y creadoras vinculadas a la innovación, tan necesaria en las sociedades modernas. Ya afirmaba el gran Simón Rodríguez en su tiempo: “Enseñen a los niños a ser preguntones, para que, pidiendo el porqué de lo que se les manda a hacer, se acostumbren a obedecer a la razón: no a la autoridad, como los limitados, ni a la costumbre como los estúpidos”.
Reconocer la diversidad, y más aún, nutrirla, puede ser la estrategia que genere una sociedad más armónica, familias menos estresadas, creadores más activos, individuos más felices, entornos más heterogéneos y, en suma, un verdadero progreso intelectual y moral.