Después de un largo y extenuante cuarto de siglo de gobierno revolucionario, enfocarse sólo en la vis auspiciosa del futuro tras la elección del 28J es tentación que puede parecer muy lógica. El intenso anhelo de cambiar la situación de mengua y estancamiento, tan seca de esperanzas para la mejora personal o colectiva, tiene el poder de disipar los potenciales nubarrones; incluso a sabiendas de que ellos siguen allí, acechando. (En 1954, Albert Hirschman hablaba, por cierto, de la necesidad de cierto “sesgo optimista”, que no voluntarista, frente a la “fracasomanía” que a menudo distinguía entre latinoamericanos y sus ideas sobre el desarrollo; demasiado apegados a la teoría y no tanto al posibilismo, a la creatividad). Por momentos, el cambio político parece tener chances, sí; pero no se libra de los atolladeros propios de la disfuncional dinámica venezolana.
En ese paisaje de elevación, esperanza y “engagement”, de compromiso entusiasta con la promesa electoral pero también de gran fluctuación, el marketing político (en especial, el que cunde en redes, presto a responder a un nuevo tipo de elector, más emocional y pragmático) es fiel a sus propósitos: generar sensación de triunfo, maximizar las propias fortalezas, mitigar el peso de las complejas amenazas. No extraña por eso toparse con cierta percepción de “debilidad” del inescrupuloso adversario, sumando a la sospecha de que, en la medida en que se acerque el día “D”, la polarización ideológica y afectiva se irá profundizando. Efectivamente, en términos de intención de voto, -variable terminante si se tratase de una elección competitiva, no viciada- descuella la puja entre el continuismo PSUVista y la novedad de la candidatura sobrevenida. Según Consultores 21 (Ómnibus, mayo), el sereno Edmundo González, hasta ayer prácticamente un forastero en la política nacional, hoy logra posicionarse -giras de Machado mediante, y con endoso de buena parte de sus apoyos- 11 puntos por encima de Nicolás Maduro.
La expectativa, claro está, incita además a dibujar con trazos gruesos los escenarios que una eventual alternancia supondrían para el país. En ese marco, mucho se discute sobre la futura gobernabilidad y los arreglos necesarios para habilitarla. Junto a su par brasileño, Lula Da Silva, el presidente colombiano Gustavo Petro asomaba en abril una propuesta, un “pacto democrático” para que quien pierda el 28J tenga “certeza y seguridad sobre su vida, sobre sus derechos, sobre las garantías políticas que cualquier ser humano debe tener en su respectivo país”.
Gobernabilidad, “poder hacer”, capacidad para dar respuestas y “encuadrar” a los gobernados amarrando la estabilidad y los equilibrios políticos y sociales, ocupa con razón un puesto destacado en el menú de proyecciones. Para lograrla, el desafío será trascender la visión y capacidad estatal propias de la gobernabilidad autoritaria (Luis Aguilar Villanueva, 2013), apelando a un ejercicio democrático, flexible y realista. Sí: alcanzar esa “tierra prometida” obliga también a prever y neutralizar taras asociadas a la perversa entronización de un sistema que ha resistido y resiste, contra todo trance.
Siguiendo los grados de gobernabilidad descritos por Antonio Camou (1995), no cuesta detectar en Venezuela graves déficits directivos y operacionales en áreas como la gestión económica, de salud o educativa, la promoción del bienestar social o el suministro de servicios públicos, síntomas de esa crisis de gobernabilidad que anticipaban los teóricos del Estado fallido. Pero la palmaria “proliferación de anomalías”, esta “conjunción de desequilibrios inesperados y/o intolerables entre demandas sociales y respuestas gubernamentales” no ha significado prescindir del poder de coerción/represión a fin de asegurar el control físico del territorio, mantener el orden y administrar (discrecionalmente) la ley. Tampoco falla el soporte de poderes fácticos, el control ejercido de forma unilateral, vertical y jerárquica en materia política e institucional; incorporando, restringiendo o incluso vetando sin pruritos las aspiraciones de participación en el juego político de sectores tachados como “enemigos”. Algo que se hace especialmente patente en el contexto de la elección.
Hablamos entonces de una gobernabilidad “a juro”, con señas distintas a la de esa “eficiencia” asociada a cierto populismo autoritario de nuevo cuño, hoy legitimado en las urnas; pero asegurada también por vía de la anulación de la pluralidad y los contrapesos, del todo ajena a la serie de convergencias básicas entre élites, grupos sociales estratégicos y mayoría ciudadana que distingue a la funcionalidad democrática. Cada vez menos afín a la necesidad de estabilizar e institucionalizar acuerdos, dicha resultante de las relaciones de gobierno nos castiga con el sobresalto permanente, la incertidumbre institucional, la preeminencia de un conflicto que jamás se desanuda. La clase de anomalía que pone a las sociedades al borde del hartazgo y la desintegración, en fin.
Modificar el paradigma de la paz autoritaria y sustituirlo por un nuevo paradigma de gobernabilidad democrático y republicano, eficaz y legítimo, es una prioridad. Por eso mismo cabe preguntarse cómo reimplantar una cultura política que lleve a tener, en el corto, mediano y largo plazo, un sistema dotado de, al menos, las condiciones de una democracia resuelta a salir de los mínimos de la “zona gris”. Una que además cuente con actores sociopolíticos facultados para tomar decisiones con variables grados de autonomía y capaces de transformar creativamente las situaciones; abiertos, según Camou, “a la consideración de lo contingente e, incluso, de lo inesperado”.
Al recordar que su construcción entraña un proceso frágil, zigzagueante y sinuoso, que podría coronar con realidades incompletas o desalentadoras, en “¿Cómo nacen las democracias?” (1986) Guy Hermet advertía sobre el carácter reversible de estos regímenes. Un ejemplo es el catastrófico giro autoritario que vivió Nicaragua a partir de 2006, la restauración sandinista que Carlos Chamorro entrevió ese mismo año, cuando advertía que “Nicaragua está polarizada entre una minoría sandinista y una mayoría claramente antisandinista. Sin embargo, el ex presidente Daniel Ortega tiene una posibilidad real de ganar”. He allí la regresión improbable, 16 años después de que el triunfo de Violeta Chamorro y UNO encarnara la esperanza de una región aguijoneada por el sueño de la pacificación y la alineación democrática.
Por desgracia, la salida de Ortega apenas fue un mientras tanto, fruto de errores de gobiernos democráticos que empezaron a trastabillar por la crisis institucional, el caos jurídico, la imposibilidad de los actores internos para entenderse, la corrupción (entonces se hablaba de la «piñata chamorrista»), la desigualdad y la calamitosa situación económica, los intensos conflictos asociados a la transición (la coalición gobernante no resistió la polarización, y UNO fue desintegrándose a lo largo de 1993), o los acuerdos frágiles e insuficientes en el marco de reformas constitucionales como las de 1995. Todo eso que primero condujo a la pérdida de popularidad de doña Violeta (“…pues las promesas no se cumplen y la corrupción campea en las cúpulas del poder”) y anticipó las problemáticas administraciones de Alemán y Bolaños, también rabiosamente enfrentados. No faltó en medio de tal drama la tenaz metralla del FSLN, con Ortega (y Murillo) al frente. Desde la oposición, atento a las grietas y adoptando posturas de aparente imparcialidad, fustigaba la falta de diálogo entre poderes del Estado y amenazaba a las autoridades que no se ponían de acuerdo con “mandarlos al carajo”.
Crisis, pérdida del control y la perspectiva, historia de “actores que enfrentan dilemas éticos y confusiones ideológicas irresolubles”, que “llegan a ciertos puntos de viraje dramático o los sobrepasan sin comprender su significación futura”, como describen O’Donnell y Schmitter… Gobernabilidad democrática, divino tesoro. En preservarla está la clave de la supervivencia.
@Mibelis
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