Claudio Nazoa
I
Estoy en la isla de Los Roques. Decidí agarrarme estas vacaciones que no son merecidas, ya que he trabajado muy poco y no estoy cansado ni nada.
Estoy frente al mar. Solo. En compañía de una botella de champagne muy especial. Este paraíso me pone reflexivo.
Los humanos tenemos vida limitada. Damos por sentado las cosas que nos rodean. Lo que hoy nos asombra o nos afecta, en diez o quince años será motivo de risa o de reflexión, como ocurre cuando vemos un fonógrafo, un tocadiscos o una anticuada pero bella máquina de escribir.
La naturaleza nos conmueve ante su perfección coreográfica; parece un ballet. Donde miremos, hay un excelso bailarín magníficamente acoplado a la música del viento, a las olas y al canto agudo de las aves marinas.
Un sol poniente, naranja y brillante, se oculta a lo lejos. Miles de cangrejos violinistas danzan junto a millones de pequeñas conchitas de caracoles que se abren y cierran como labios de una coral.
Una bandada de pelícanos, cansados y con enormes buches colgando, retornan en perfecta formación. En el agua, frenéticos, cientos, quizás miles de peces de colores no dejan de danzar.
Cae la noche. Veo las luces de millones y millones de estrellas que quizás ya no existan pero que, sin embargo, aún brillan; es como un viejo amor que aunque pasó, está allí.
II
Estoy esperando a la mujer que amo. Ella es una especie de meteorito. Una acumulación matemáticamente ordenada de átomos. Es, en sí misma, un universo. En su vientre reposan 300.000 óvulos de los 400.000 con los que nació. Simplemente, ella es la esencia del Big-Bang.
III
Esta noche, cerca del mar, contaré sus rizos y sus pecas. Le diré que alguna vez fue la nada. Que no existía, que no vivía, que nadie la esperaba y que, sin embargo, se presentó en la fusión amorosa de un hombre y una mujer.
La más bella de las mujeres tomó mi mano. En silencio y sin apartar su mirada de mí, bebió el último sorbo de champagne. Sobre la hielera, volteé la botella ahora vacía. Ella sonrió.
Con pericia liberé la efervescencia del bozal de alambre que cubría el corcho de la segunda botella de champagne. El frío del espumante la bañó, pero solo un poco. De nuevo rió. Luego, otra vez, en silencio, llené ambas copas y ahora era yo quien no dejaba de mirarla.
Plácida por el paisaje y el champagne Krug Vintage, la sirena se entrega rendida flotando entre arena y mar, mientras, un pequeñísimo cangrejo, carga minúsculos cangrejitos, y pienso:
—¿Y quién soy yo para creerme más importante e inteligente que él, que anda feliz en su playa paseando a sus crías?
Por eso, a veces, cuando la ciencia se atasca y no nos da respuesta, ¿será que hay que comenzar a creer en Dios?