El otro día escribí un artículo titulado “Felicidad” y descubrí que todos sabemos lo que es, pero pocos saben definirla con palabras porque el concepto es impalpable e individual. Cada persona puede concebirla diferente porque lo que me hace feliz no necesariamente hará feliz a otro. Por ejemplo, yo me la paso cocinando en mi casa y en la de mis amigos, eso me hace feliz, pero para muchos cocinar es símbolo de infelicidad. La felicidad, al igual que el amor y el humor, son difíciles de explicar pero no de sentir: se está enamorado o no se está. Igual sentimos si estamos felices o no.
Lo anterior fue un preámbulo para hablar de algo muy malo como lo es la maldad. Esta palabra no necesita ser interpretada sino ser sentida. Cuando la maldad se hace presente, la sentimos como si fuera el irritante gas de una bomba lacrimógena. No la vemos y si la detectamos tratamos de evitarla. La maldad es muy mala y tiene mañas malvadas para invadirnos y a veces, poco a poco, se va haciendo presente en nuestras vidas sin que nos demos cuenta. Esa lentitud la hace peligrosa porque de pronto trastoca nuestra existencia y podemos acostumbrarnos a padecerla y no hay nada peor que acostúmbranos a lo malo.
Quienes me conocen, saben que soy un hombre optimista y difícil de doblegar hasta en las situaciones más hostiles en donde a veces me ha colocado el destino. Sin optimismo, nuestra vida como tal, no existiría. Fuimos procreados a través de un acto en donde el optimismo, el erotismo, el amor y la casualidad se combinaron.
Pero sigamos con la maldad que parece haberse apoderado del mundo. Hay gente que erróneamente siente que hay maldad en vacunarnos contra la COVID-19 y en la obligatoriedad del uso de la mascarilla, cuando en realidad son salvavidas. La maldad se siente por no poder abrazar, dar la mano, asistir a fiestas y por no poder besar a familiares y amigos queridos. Maldad es privarnos de aquello que puede hacernos sentir felices en nuestra vida cotidiana.
Los venezolanos vivimos en un país en donde hay dos maldades que nos atormentan. Una de ellas podría terminar al vacunarnos. La otra maldad es la enorme tela de araña en donde los venezolanos tenemos más de veinte años atrapados.
- Maldad es ver a familias enteras de un país rico hurgando en la basura para poder comer.
- Maldad es cuando cientos de miles de venezolanos huyen de su país a pie, por mar o brincando el muro que separa a Estados Unidos de México.
- Maldad es cuando vemos los infames productos de las humillantes cajas CLAP.
- Maldad es cuando vemos lo que ocurrió en Lácteos Los Andes, mientras que el pueblo bebe una cosa desagradable y salada parecida a la leche.
- Maldad es cuando la isla de Margarita, antes una perla, la vemos convertida hoy en un lugar en donde hay miles de galpones cerrados y oxidados frente a un mar Caribe precioso.
- Maldad es expropiar una empresa como Conferry y en cuatro años, por desidia, hundir todos sus barcos.
- Maldad es cuando vemos las ruinas de lo que iba a ser un tren que cubriría la ruta de Maracay a Puerto Cabello.
- Maldad es la destrucción del centro de Valencia para construir un Metro que nunca se hizo.
- Maldad es montarnos en las ruinas del Metro de Caracas, el transporte subterráneo que llegó a ser el más bello de América Latina.
- Maldad es ver los escombros de lo que iba a ser el tren de Petare hasta Guarenas.
- Maldad es llevar a la ruina empresas otrora exitosas, como las de aluminio, hierro y acero.
- Maldad es tener las reservas más grandes de petróleo del mundo y no tener gasolina, gas ni gasoil.
- Maldad es cuando por desidia del Estado mueren niños en el Hospital J. M. de los Ríos.
- Maldad es saber que cientos de trabajadores del sector salud murieron por no haber sido vacunados a tiempo.
- Maldad es cuando nos damos cuenta de que Venezuela es el único país del mundo en donde no existen monedas ni billetes.
- Maldad es ver cómo han destruido todas las universidades públicas de Venezuela.
- Maldad es vivir en un país en donde el sueldo mínimo no llega a 10 $ mensuales.
Y, en fin, maldad fue cuando un día, al ir a mi casa El Nacional en donde he vivido durante treinta años, en lugar de encontrar a mis colegas, amigos, libros, computadoras y café, veo a unos soldados armados impidiéndome el paso a pesar de explicarles que esa es mi casa.
—¡Esto ya no es El Nacional! –responde el soldado.
—Entonces, ¿qué es? –pregunto con rabia, asombro y tristeza.
—No estamos autorizados para responder a esa pregunta –dice mientras con fuerza aprieta su arma.
Esta vez la maldad llegó a mi hogar El Nacional. Por eso, un día, escribí un artículo titulado: “Todos perderemos todo”.