Corrían los años finales de los sesenta y el mundo estaba convulsionado por la música de los Beatles, el surgimiento de las guerrillas en diferentes países de América, la Revolución cubana, el Che Guevara y Fidel Castro. Todos, referencias para la juventud de aquella época.
La intelectualidad latinoamericana, con algunas excepciones, estaba enceguecida por la idea de replicar la experiencia cubana en sus países. Muchos intelectuales y políticos de esa época. Posteriormente, con Teodoro Petkoff a la cabeza, de pronto despertaron del embobamiento en el que andaban y pusieron al descubierto el horror comunista. Descubrieron que Stalin, Mao, Fidel Castro, el Che Guevara, Pol Pot, los esposos Ceausescu, los dirigentes de Alemania Oriental, Kim Il-sung, eran asesinos que no solo arruinaron a sus países, sino que eran responsables de millones y millones de muertes y de haber convertido a sus naciones en especies de megacárceles de donde nadie podía huir. Complicado trauma de superar para muchos.
Mi maestro y amigo Pedro León Zapata un día me comentó: “A mi generación le tocó muy difícil. Creíamos que Stalin era el padrecito de la Unión Soviética y luego descubrimos que mató a más gente que Hitler. Creíamos que Mao era un poeta revolucionario y luego descubrimos que mató a más gente que Stalin y Hitler juntos. Finalmente, nos la jugamos con Fidel Castro y el Che Guevara y luego descubrimos que eran tan malos o peores que Fulgencio Batista y que, además, asesinaron, arruinaron y frustraron a varias generaciones de cubanos”.
Difícil lo que me dijo Zapata, pero la rectificación activa, cuando alguien no tiene muertos encima y denuncia y lucha para que estos horrores no sigan o no pasen nunca más, es válida. Malo es lo que hacen algunos intelectuales ahora, quienes viendo la innegable realidad, aún defienden el inmenso fracaso de la Revolución cubana. Es muy fácil defender revoluciones desde lejos o desde adentro con un pasaporte de otro país y con los gastos pagos. Jodido es calársela en vivo todos los días y todos los años, como pasa en Cuba desde hace sesenta y ahora, lamentablemente, en Venezuela, en donde el salario mínimo (afuera nadie lo cree) es menos de 1 dólar y un profesor universitario con doctorado gana 5 o 10 dólares ¡al mes! ¿Cómo alguien en su sano juicio puede defender eso?
En esa época de deslumbramiento comunista muchos creyeron premiar a sus hijos poniéndoles nombres como Fidel, Ernesto, Mao, Stalin, Vladimir, Camilo, Nikita y cualquiera que evocara a los líderes comunistas. Muchos cargan aún sus nombres como una pesada cruz. Hoy hablaré de uno de ellos: Fidel Ernesto Castrillo.
Fidel era hijo de un dirigente sindical del Partido Comunista en el estado Aragua. Llevaba su nombre con orgullo y siempre recalcaba que era una combinación de Fidel Castro y Ernesto Che Guevara y que, por casualidad, su padre además era de apellido Castrillo.
Al cumplir los 16 fui invitado a una reunión de jóvenes revolucionarios de Villa de Cura, estado Aragua. Emocionado, llegué con un disco de los Beatles y el “jefe” de la célula comunista me increpó públicamente.
—Hemos notado con preocupación que el camarada Nazoa tiene actitudes pequeño burguesa y anda difundiendo la música decadente del imperialismo yanqui. Camarada Nazoa, usted tiene que elegir entre eso que llaman Los Beatles o el glorioso Partido Comunista de Venezuela.
Ni corto ni perezoso, grité a todo pulmón: “¡Los Beatles!”. De inmediato di un brinco a la derecha. ¡Me sentí libre hasta el sol de hoy!
Fidel Ernesto, a raíz del incidente, me quitó la palabra y se alejó de nuestra amistad porque, según su óptica, yo era una especie de traidor agente de la CIA.
Con el tiempo, Fidel se casó con la camarada Yolanda, a quien su padre le había puesto ese nombre por la admiración que sentía hacia el cantautor cubano Pablo Milanés, quien compuso una canción titulada: Yolanda. Lo cierto es que la camarada Yolanda había sido novia de casi todos los varones de la célula comunista de Maracay, ciudad en la que vivía.
Fidel Ernesto viajaba mucho porque se convirtió en un dirigente regional del PCV. Un día llegó a su casa y encontró a la camarada Yolanda montándole los cuernos con un dirigente juvenil de Acción Democrática de Cagua. Por supuesto, se armó un escándalo y el adeco tuvo que saltar en ropa interior por el balcón. A los vecinos no les extrañó lo ocurrido, pues la camarada era visitada frecuentemente por un testigo de Jehová quien al parecer predicaba dos veces por semana en esa casa.
A los días del cacho, Fidel Ernesto organizó la reunión de un pequeño grupo de fanáticos militantes del Partido Comunista de Venezuela. Se fue a la embajada americana de Caracas y llevando una foto grandota de la camarada Yolanda, la quemó junto a una bandera norteamericana frente a la puerta de la delegación diplomática mientras gritaban: “¡Yanqui go home!”, “¡adecos, farsantes, asesinos de estudiantes!”, “¡no al bloqueo a Cuba!”, “¡yanquis fuera de Vietnam!”, “¡no a los cuernos inducidos por el imperialismo yanqui!”.
Mientras gritaban, agitaban y quemaban, a través de un altavoz se escuchaba a todo volumen a Pablo Milanés cantando la canción de Yolanda:
…si me faltaras no voy a morirme.
Si he de morir quiero que sea contigo.
Mi soledad se siente acompañada,
por eso a veces sé que necesitooo, tu maaanooo…
…Yolanda, Yolandaaaa, eternamente Yolandaaaa…
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