22 de noviembre de 2024 1:01 PM

Claudio Nazoa: Carta a mi amigo El Nacional

Me turban las noticias que a diario leo acerca de usted, quien es un venerable Sr. Periódico, próximo a cumplir 78 años, a quien han obligado a convertirse en una especie de fantasma solitario que deambula por las redes informáticas.

Usted, querido amigo, cuando yo era un niño, entraba a mi casa antes del amanecer por debajo de la puerta. Nunca olvidaré el ruido que a las 5:30 de la madrugada usted hacía al chocar y deslizar su cuerpo sobre el piso, en mi casa, en San Martín, en donde vivía con mis padres y mis hermanos.

—¡Llegó El Nacional! –gritaba mi mamá.

Ella se levantaba, se acomodaba el cabello, se ponía su bata y lo recogía a usted del suelo. Luego lo llevaba al cuarto para entregárselo a mi padre y mientras él lo leía, ella preparaba nuestro desayuno para luego llevarnos a la Escuela República del Ecuador. A veces, resignada, se le escuchaba pensar en voz alta:

—Hoy se me hizo tarde porque El Nacional llegó tarde.

Sr. Periódico, usted era todo un personaje en mi familia y además, convivía con nosotros. A veces papá tomaba una tijerota que tenía sobre su escritorio, recortaba cosas que a él le interesaban, las pegaba en hojas blancas y las guardaba. En mi casa materna todavía existen algunas carpetas con esos recortes.

Sr. El Nacional, usted también ayudaba a mi mamá con las labores de la limpieza.

—¡Niños, no me boten El Nacional porque voy a limpiar los vidrios!

Los sábados, usted llegaba a mi casa en compañía de una interesante revista que era muy peleada por la familia y los vecinos, y que, durante varios días, pasaba de mano en mano.

Mi hermano Mario y yo esperábamos los domingos con ansias porque usted nos traía comiquitas a color. ¡Eso nos encantaba! A veces guardábamos el suplemento y lo cambiábamos con otros muchachos del vecindario por cuatro metras.

Sr. El Nacional, usted se convirtió en un miembro más de la familia y cuando su chofer no lo traía en la madrugada, mi casa no era la misma.

—Pero… ¿qué raro que no ha llegado El Nacional? –decía inquieto mi padre mientras tomaba el café mañanero y luego, gritando, añadía- ¡Claudiooo… asómate a ver si el repartidor dejó el periódico afuera!

Sr. El Nacional, su presencia en mi hogar era importante y sus ausencias causaban molestias.

—¡Qué fastidio! Mañana es Primero de Mayo y no viene El Nacional.

Recuerdo una vez que usted no pudo o no quiso salir de su casa y su chofer, por debajo de la puerta, deslizó a un gordo desconocido al que llamaban El Universal.

—¿Pero qué locura es esta? –gritó mamá– ¡Este periódico es dificilísimo de leer! Yo no lo entiendo… ¡Aquiles!, dile al Sr. Carlos Freites que no traiga más El Universal.

Sr. El Nacional, el tiempo pasó y yo seguí con la costumbre de verlo a usted al alba entrando a mi casa. Me casé, tuve familia, me divorcié, me volví a casar y volví a tener familia ¡y usted allí!, contándome con detalle lo que ocurría en Venezuela y en el mundo.

Cuando usted cumplía años, además del gran bonche que se armaba, se veía gordote por las superediciones que parecían enciclopedias, llenas de trabajos temáticos buenísimos que eran redactados por los mejores periodistas y escritores venezolanos de la época y que, además, servían para ser leídos durante todo el año.

Un día, aproximadamente hace treinta años, me llamaron de su casa y me propusieron que formara parte de quienes a diario le dan vida a usted. ¡Imagínese qué inesperado honor! Ahora yo sería parte de su cuerpo, bueno, del cuerpo en donde están los columnistas, quiero decir.

Sr. El Nacional, humildemente, sin ninguna pretensión y gracias a usted, a lo largo de estos treinta años, he logrado definir mi estilo y mejorar mi escritura. Me siento un venezolano privilegiado y afortunado que tiene un huequito para decir lo que le gusta o no. Lo mejor es que, en todos estos años, jamás nadie me ha dicho qué escribir o cómo hacerlo.

He tenido el honor de trabajar con gente realmente fuera de serie que lo han hecho crecer a usted: periodistas, caricaturistas, columnistas, jefes de página, ejecutivos, publicistas, etc. y no puedo menos que sentirme orgulloso y privilegiado por haber tenido un jefe como Pedro León Zapata y compañeros de equipo como Mara Comerlati y Laureano Márquez, con quienes trabajé codo a codo.

Sr. Periódico, usted no imagina la sensación de vacío que sentí cuando se detuvieron las rotativas que le daban vida tangible. De pronto, usted se convirtió en una cosa que llaman digital y eso me entristeció. Me traumé al saber que no lo íbamos a ver más corriendo de madrugada por las carreteras de Venezuela, viajando en avión, en barco o tomando sol en los kioscos. Era como si usted, amigo, se hubiese convertido en un fantasma que informa desde una nebulosa.

Sr. El Nacional, sé que usted no hace esto por gusto. La brutalidad comunista que como una plaga le ha caído a Venezuela, lo ha ido cercando. La brutalidad comunista no gusta de la libertad de expresión ni de la felicidad de los seres humanos que viven en democracia. Es que pareciera que estos bichos malos, todos los días se levantan con una grúa gigante de la que cuelga una enorme bola de demolición, buscando que queda en pie en Venezuela y qué hace feliz a los venezolanos para destruirlo.

Su casa, ahora en peligro, Sr. El Nacional, en Los Cortijos de Lourdes, en Caracas, siempre la recuerdo tan bonita. Llena de gente joven feliz, de experimentados periodistas que entregaban lo mejor de su experiencia, de nóveles escritores, de editores y hacedores de libros que bailaban al son de las rotativas. Era impresionante ver a tanta gente sentada en las salas de redacción frente a sus computadoras haciendo lo imposible para que usted saliera todos los días bien bonito de su casa. ¿Cómo olvidar eso, Sr.  Periódico?

Poco a poco, su hermosa casa se fue quedando sola y sumergida en un aterrador silencio. Allí, ya no hay bautizos de libros ni interesantes conferencias. Ya no hay reuniones ni conciertos en el teatrico. Solo silencio. Computadoras apagadas y de vez en cuando, algún solitario trabajador de limpieza haciendo ruido con su balde lleno de detergente y su trapeador.

Es difícil escribir esto hoy, Sr. El Nacional. Muy difícil para un humorista, escritor y cocinero, fanático del optimismo, quien vive para tratar de hacer feliz a la gente.

Sé del enorme esfuerzo que a diario hacen los periodistas que aún quedan para que usted siga viajando por el mundo que ahora ya no es impreso sino digital. Para ellos, mis respetos.

En fin, la brutalidad, la ignorancia, la maldad, la venganza, el resentimiento y lo feo, quieren desaparecerlo. Pero tranquilo, Sr. El Nacional, esto no va a ser para siempre. Recuerde que la bondad se siente muy corta y la maldad muy larga.

Ya para despedirme, creo que quienes se deben preocupar son los bichos malos, porque ellos, Sr. El Nacional, saben que usted es todo un Sr. Periódico y un viejo muy arrecho.

La pelea la van a tener difícil.

El Nacional

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