La memoria suele pasarnos factura, y no es una cuestión de fiar, porque podríamos estar asegurando algo que recordamos, y ese algo estar distorsionado en nuestra mente y plasmamos en la página nociones erradas que solemos hallar precisamente los lectores, y luce inaudito, porque después que un autor entrega su obra al editor, ésta pasa por varias manos que buscan pescar gazapos, saltos de ideas, omisiones, erratas, cambios sustantivos no deliberados de personajes, cabos sueltos, confusiones, equívocos, referentes inexistentes en la realidad, arcaísmos y otros ismos que deslucen en las páginas, y que los quisquillosos como yo agarramos de entrada, y eso ya nos predispone, nos molesta, nos lleva a pensar que no hubo el cuidado que se supone deberá tener una obra, lo que resquebraja el respeto que sentimos por la palabra eternizada en un libro.
Por supuesto, los autores somos también seres humanos, las letras no nos blindan de tal condición, pero sí nos comprometen a dar el todo en aquello que tocará las puertas más allá de nuestro entorno, y que dialogará con los lectores, porque eso es precisamente la literatura y la lectura: un diálogo, si se quiere una conversación compartida, un intercambio de ideas que busca empatía y complementariedad, y lo importante es que ese diálogo se da la mayor parte de las veces entre seres que no se conocen o no se conocerán jamás; es más, puede darse entre el presente y el pasado cuando leemos un clásico antiguo o contemporáneo, y cuyo autor ya no está presente en este plano terrenal y lo hace desde sus ideas dejadas como testigos de su trasiego y andadura.
Ese compromiso del que hablo, implica una revisión exhaustiva de la obra, un devanarse los sesos en la búsqueda de todo aquello que nos haga ruido, poner el ojo en cuestiones que a lo mejor el autor da por sentadas desde su memoria, pero que están posiblemente tergiversadas por aquello que ya expresé en otro artículo, y que consiste en que contamos no nuestra historia ni la de los otros, sino como la recordamos, y es aquí cuando tenemos que esforzarnos para evitar ciertos altibajos que no son elegantes ni deseados, sino el producto de nuestras propias falencias, y en el territorio de la literatura éstas podrían pasar si el lector no atento las asume como partes de la fábula, pero nosotros sabemos que están allí (si es que alguna vez nos enteramos, por aquello de que no volvemos más a nuestras propias páginas, a veces por el temor de ver allí lo que no pretendimos plasmar), por inadvertencia de nuestra parte.
Citar de memoria es temerario y eso no tiene discusión (claro, si lo hacemos en una página que será publicada, porque de pronto en una conversación informal podemos darnos ese lujo, y si los otros no conocen la anécdota, todo pasa como algo jocoso y divertido, y quedamos como cultos y memoriosos), y es el paso del tiempo el que asienta el error que muchos tomarán como verdad y el autor, si aún vive, sufre los rigores de la molestia al conocerlo, al ver que su colega no tuvo la previsión de ir a la fuente y citarlo con rigurosidad.
En la Antología del cuento norteamericano (Galaxia Gutenberg y Círculo de Lectores, 2002), seleccionada y prologada por Richard Ford y presentada por Carlos Fuentes, éste citó de memoria el minicuento de Augusto Monterroso titulado El dinosaurio, y dijo: “Los hispanoamericanos conocemos (y celebramos) el cuento más corto de todos, El dinosaurio de Tito Monterroso: ‘Cuando desperté, el dinosaurio seguía allí’. La literatura de lengua inglesa tiene un equivalente, en Samuel Taylor Coleridge: ‘Si al despertar tengo en la mano la rosa con la que soñé, entonces, ¿qué?’” El cuento de Monterroso está mal citado desde la memoria, porque en realidad dice: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”. Y ni saber si la cita del cuento de Taylor Coleridge sea literal (no lo tengo a la mano). El descuido de Fuentes, uno de los grandes de la literatura en habla española, nada más y nada menos está abriendo la Antología: página 7 renglones 4 y 5. Según el propio Monterroso, quien se lo tomó a guasa, en su libro La vaca (pp. 129-130) cuenta que Mario Vargas Llosa y Fuentes cambiaron su dinosaurio por otros animales: el primero por un unicornio y el segundo (insistente el letrado) por un cocodrilo.
Como queda visto, hay que cuidarse de estos errores garrafales, porque lo escrito, escrito queda. Leo en la actualidad una novela del recientemente fallecido autor estadounidense Paul Auster, titulada La noche del oráculo, en la que en las páginas iniciales cambia la identidad a uno de sus personajes por mero descuido, porque recordemos que sus historias llevan por dentro muchas más, y saltan en el tiempo y en el espacio, y luego vuelven al punto de inicio, y son artificios propios de su estilo, que le dieron un lugar importante en la literatura, pero en el caso que les cuento, es un error: he releído el párrafo mil veces para ver si soy yo el confundido y porque en realidad rompe con la ilación, y nada, es un descuido autoral que pasó inadvertido al corrector y al editor, y allí quedará in perpétuum, como muestra fehaciente de las jugarretas que suele hacernos la memoria. A mí me sucedió en una de mis novelas y no diré en cuál, porque si también le pasó al propio Cervantes, que es cumbre de las letras, qué podemos esperar el resto de los mortales.
rigilo99@gmail.com
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