Ante los sucesos del 11 de julio, si yo fuera un comunista cubano, inevitablemente me haría la siguiente pregunta: ¿por qué el comunismo y el fascismo, su primo hermano, no funcionan y destruyen minuciosamente a las sociedades que les han impuesto ese modelo de gobierno?
Al margen de los intereses personales, o la bárbara razón testicular, una respuesta evidente es «porque hacen al Estado el objeto de todos los desvelos y se olvidan de los individuos y de sus sueños». Porque comunistas y fascistas dedican toda su energía a cancelar el impulso creativo de las personas, sustituyéndolo por los aburridos planes quinquenales, concebidos por burócratas sin alma que jamás toman en cuenta las necesidades reales de las gentes.
Ernesto Che Guevara no mentía en 1961 cuando vaticinó en Punta del Este que en una década Cuba alcanzaría y superaría a Estados Unidos en productividad. Lo decía por ignorancia. Por una limitación natural de sus lecturas. Sólo leía libros prosoviéticos o antiyanquis. O cuando Fidel Castro, el campeón de las iniciativas delirantes, anunció un quesoducto que abastecería al planeta de un camembert mejor y más barato que el francés. Tampoco era un embustero ni un loco. Eso sí: desvariaba, producto de la ignorancia supina que padecía.
Vilfredo Pareto, sin proponérselo, dio con el origen de la desigualdad. No era una ley y ni siquiera un “principio”. Era una observación inteligente y aproximada. En los días que corren no es políticamente correcto afirmar el “principio” de Vilfredo Pareto, conocido como 20-80. Hoy, debido a la supersticiosa búsqueda de la igualdad por encima de todo, no se hubiera podido formular ese apotegma. (Pareto fue un ingeniero, matemático y filósofo italiano. Enseñó Economía en Lausana, Suiza, a fines del siglo XIX y se adentró en el XX. Heredó, por cierto, la cátedra de Léon Walras).
Decir que 80% de las consecuencias era producido por 20% de las causas es hoy socialmente muy peligroso. Por ese hilo se llegaba al ovillo de que 20% del capital de las familias italianas acaparaba riquezas semejante a 80%. O de que 20% de los productos generaban 80% de las ventas en casi cualquier empresa. O de que los mejores vendedores “cerraban” 80% de las ventas. O, más grave aún: que 20% de las personas contaba con un espíritu emprendedor que no estaba presente en el 80% restante.
Quince de las personas más ricas del mundo, de acuerdo con la revista Forbes, responden a ese carácter emprendedor. Entre ellos poseen el capital capaz de eliminar la deuda externa de México o Argentina. El primero es Jeff Bezos, el creador de Amazon. Tiene 177 billions (millardos en español). Elon Musk le sigue de cerca. Probablemente pronto lo sobrepase. Posee 151 billions. Comenzó por PayPal, luego creó Tesla y SpaceX entre otras empresas. El tercero en la lista es el francés Bernard Arnault. Se dedica a vender artículos de lujo. Forbes le calcula 150 billions. El cuarto (fue el primero durante algunos años) se llama Bill Gates y poseyó la mayor parte de las acciones de Microsoft. “Vale” 124 billions. Hoy está consagrado a la filantropía. El quinto es Mark Zuckerberg su fortuna depende del valor de Facebook, pero el precio de sus acciones alcanza los 94 billions.
Naturalmente esos «billonarios» no constituyen 20% de los emprendedores de sus respectivos países. ¿Quiénes son esos «emprendedores»? Son las personas que no encajan en los sueños de otros, los que pretenden abrirse paso con sus propias fuerzas. Son los propietarios de los 60.000 comercios que existían en Cuba antes de 1959, unos pequeños y otros mayores. Son los 60.000 microempresarios que había en la isla, antes de que, en la «ofensiva revolucionaria» de 1968, fueran confiscados por un gobierno decidido a arreglar paraguas o «coger» ponches. Son las aproximadamente quinientas mil personas que intentan ser «cuentapropistas» en Cuba, en un sistema que impide que crezcan y que acumulen capital o que se desplacen hacia otras inversiones. Los burócratas del partido no entienden que el régimen de libre empresa utiliza intuitivamente el método de tanteo y error, y enseña mediante las equivocaciones. Jeff Bezos, el dueño de Amazon, comenzó con una librería virtual, pero enseguida confirmó que vendiendo libros a los estadounidenses no llegaría demasiado lejos, y fue agregando renglones hasta convertirse en la mayor tienda online de Occidente.
No sigo por no hacer esta crónica muy aburrida. Entre los quince, hay una mujer, la heredera de L’Oreal, dos chinos, un hindú, y un español, Amancio Ortega (el onceno), quien creara las tiendas Zara, que partió de cero (sin un «duro», como suelen decir los españoles), junto a su mujer, cosiendo batas de casa en su pueblo. La mayor parte de esos quince triunfadores se dedica a la tecnología y la computación, pero no hay duda de que hicieron sus fortunas en el mercado, haciendo crecer el pastel y no devorando el capital de otras empresas.
Hago esta salvedad porque el mayor de los errores, procede de la mentalidad mercantilista, y consiste en responsabilizar a estas personas con la quiebra de ciertos empresarios desdichados, algo que pudo suceder en algún caso, pero como parte del ciclo de “creación destructiva” que explicara magistralmente Joseph Schumpeter. La mayoría de las fortunas se ha amasado con la sangre, el sudor y las lágrimas de los “capitanes de industrias”, como decía el polígrafo escocés Thomas Carlayle en el siglo XIX para explicar su “Teoría del Gran Hombre”.
Basta con contrastar las dos Corea, recordar lo que fueron las dos Alemania y saber que Rumanía, lejos de sufrir un embargo norteamericano, tenía trato de “nación más favorecida” por Estados Unidos, lo que no impedía que fuese un sitio espantoso para vivir. Recuerdo a una diplomática rumana, que estuvo en La Habana casada con un diplomático gringo de la entonces “Oficina de Intereses”, me dijo, para mi sorpresa: “Es mucho peor que Rumanía”. Tenía razón. El 11 de julio se pudo ver.