23 de noviembre de 2024 12:33 AM

Carlos Alberto Montaner: La rendición de Afganistán

“Aquello no fue un acuerdo de paz. Fue una rendición”. Afirmó Husain Haqqani, hombre clave del Hudson Institute para Asia Central y Meridional, tras hacer un recuento de los acuerdos de Doha suscritos por el gobierno de Donald Trump.

Exagera. No creo que Trump sea el único culpable, aunque en esta oportunidad le quepa la responsabilidad mayor. Pero ¿quién ha sido el responsable de que los talibanes tengan, otra vez, el control del gobierno en Afganistán?

A juicio del experto Michel McKinley, exembajador en ese país de Estados Unidos: todos. En un artículo publicado en Foreign Affairs (“Todos nosotros perdimos a Afganistán: dos décadas de errores, faltas de juicio y equivocaciones colectivas”) demuestra, precisamente, eso. Entre todos les devolvieron Afganistán a los talibanes en bandeja de plata.

“El 29 de febrero de 2020 –resume la BBC (Mundo) de Londres– el gobierno de Estados Unidos, presidido por Donald Trump, y los talibanes firmaron en Doha, Qatar, el acuerdo que fijó un calendario para la retirada definitiva de Estados Unidos y sus aliados tras casi 20 años de conflicto”. ¿No habíamos quedado en que el mayor disparate era ponerle fecha de caducidad a un conflicto armado? Biden tuvo que atenerse a los plazos marcados en el peor acuerdo firmado por Trump en su paso por la Casa Blanca.

“A cambio –sigue diciendo el informe- se firmó el compromiso de los talibanes de no permitir que el territorio afgano fuese utilizado para planear o llevar a cabo acciones que amenazaran la seguridad de Estados Unidos”. Era un premio de consolación.

Un team de los navy seal ya había liquidado en Pakistán a Osama bin Laden hace más de 10 años, el 2 de mayo de 2011, y Al Qaeda no solo estaba descabezada, sino que tenía sus días contados. Ese era el momento de salir de Afganistán, pero el entonces presidente Obama, por la razón que fuere, ni siquiera lo consideró.

Antes del 11 de septiembre de 2001 podía ser desagradable cómo gobernaban los talibanes, pero fue después de esa fatídica fecha, todavía humeantes las Torres Gemelas, que Estados Unidos y sus aliados de la OTAN quisieron destruir al gobierno de Afganistán e instaurar una democracia, olvidando que Estados Unidos y la OTAN son excelentes destructores, pero pésimos constructores, como se ha visto en Libia o en Centroamérica y el Caribe.

En 1898 los norteamericanos se enfrentaron por primera vez a la tarea de “nation-building”. Lo hicieron en Cuba bastante bien desde el punto de vista material. Crearon escuelas, repararon puentes y calzadas, aumentaron y mejoraron los sitios en los que se recibía justicia o atención sanitaria. Curaron la fiebre amarilla de acuerdo con el presupuesto teórico del Dr. Carlos J. Finlay. Hasta fregaron Cuba, de San Antonio a Maisí, con agua de mar y jabón, una isla que los españoles y los cubanos habían dejado percudir en exceso después de una guerra espantosa.

En 1902 se inauguró la República en medio de una enorme alegría. Pero la felicidad duró poco. En 1903 se descubrieron planes para secuestrar y, probablemente, matar a Estrada Palma, el primer presidente democráticamente electo. En 1906 los infantes de marina de Estados Unidos regresaron a ocupar la isla. Los cubanos, que crearon el primer lobby a mediados del XIX y eran expertos en involucrar a “los americanos” en sus asuntos, los habían obligado a inmiscuirse en la crisis cubana en virtud de la Enmienda Platt, pese a que el entonces presidente Teddy Roosevelt no quería.

Tanto fue así que el presidente de Nicaragua, Adolfo Díaz, en su momento, preguntó entusiasmado si a su país se le podía endilgar una legislación parecida. El embajador gringo le dijo que nones, convencido de que Díaz pensaba utilizar a los marines para callar y perseguir a sus enemigos.

En 1934 la Enmienda Platt fue revocada por el recién estrenado presidente Franklin Delano Roosevelt como muestra de su nueva política de los Buenos Vecinos. (“Nosotros –dijo un cómico cubano de la época- somos los buenos. Ellos son los vecinos”).

No era verdad. Por lo pronto, ninguno de los vecinos centroamericanos o del Caribe de Estados Unidos éramos “buenos”. Ellos tampoco lo eran. Todos tenemos unos valores insuflados por nuestras circunstancias particulares. La bondad o la maldad son características personales. Es absurdo calificar a toda una sociedad con esos rasgos.

Si los estadounidenses conocieran su propia historia habrían descubierto que es inútil el “nationbuilding”, como ellos mismos debieron percibir tras la larga docena de expediciones militares encaminadas a mejorar la calidad de los Estados en el traspatio americano. Todas fracasaron. Exactamente lo que les acaba de suceder en Afganistán.

El Nacional

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