22 de noviembre de 2024 12:06 AM

Linda D’Ambrosio: Capital finito

Los albores del siglo pasado se vieron signados por la preocupación acerca las formas de medir y percibir del tiempo. El profesor Pericles Lewis, en la Introducción al Modernismo, subraya las contradicciones que se manifiestan en este plano: mientras en 1884 se establece el Tiempo Estándar Mundial para satisfacer las demandas del mundo industrial emergente, particularmente en lo tocante a la coordinación de trenes y movimientos transnacionales, la teoría de la relatividad de Einstein corrobora la singularidad temporal de los cuerpos individuales y los campos gravitacionales del universo, que es tanto como afirmar que el tiempo es de hecho diferente para cada sistema de referencia.

Investido de un fuerte matiz crítico, el célebre largometraje de Chaplin Tiempos modernos (1936) traduce lo que sería la obsesión fundamental de la administración de aquel momento: los estudios de tiempos y movimientos como forma de incrementar la productividad al disminuir la duración de cada tarea dentro de la cadena de producción.

Otro asunto es nuestra percepción, la impresión de que ha pasado mucho o poco tiempo poco según ese estemos a gusto o aburridos.

Un interesante ensayo de Gabriela Salvador examina cómo estas preocupaciones se ponen de manifiesto también en la literatura, constituyendo uno de los ejes de la Estética Modernista. Ello puede percibirse, por ejemplo, en la novela Orlando de Virginia Woolf, en la que la que la vida del protagonista se extiende desde el siglo XVI hasta el once de octubre de 1928, sin que su edad varíe, fija en los 35 años, o el Ulises de Joyce, que se desarrolla en el lapso de un solo día.

Esta inquietud acerca del tiempo, que se ilustra en lo hasta aquí descrito, resulta natural: concierne directamente a la duración de nuestra vida. Desde el día en que nacemos comenzamos a consumir un capital que irremediablemente ha de agotarse. Establecemos artificialmente lapsos que permiten coordinarnos y hacer citas, o saber cuándo estará abierto el comercio, pero ello no aumenta ni en un solo segundo nuestra existencia.

Esa emoción que sobreviene cuando nos tambaleamos vacilantes en el umbral que deslinda dos años, a la medianoche del 31 de diciembre, no debe ser más que la conciencia de que el tiempo pasa, mezcla de pena por el ya ha transcurrido y de expectativa por lo que nos depara el porvenir. La experiencia nos sitúa de cara a la pérdida de personas, situaciones y lugares caros a nuestro corazón, mientras nos invade la incertidumbre acerca de los obstáculos que tendremos que sortear al recorrer el camino que se abre frente a nosotros.

Y yo creo que esa experiencia es saludable. Debemos agradecer ese vértigo que nos espabila y nos apremia a aprovechar sabiamente el capital de cada día, a vivir intensamente cada instante y a permanecer conscientes de nuestra finitud, en ocasiones inesperada.

Uno de mis compañeros de infancia llamó a su madre, mi vecina, para avisarle que iba camino de casa. Nunca llegó. Un accidente de tránsito segó su vida en la Cota Mil. ¿Cuántas cosas se hubieran dicho, de saber que no iban a verse nunca más? Quizá impresionada por esta experiencia siempre que me despido de los míos lo hago a conciencia, sintiéndolo intensamente.

La idea de que el tiempo corre inexorablemente puede, por una parte, sumirnos en la pesadumbre, o por otra espolearnos a vivir, a paladear intensamente cada segundo, a darle forma a cada uno de nuestros días, de modo que pueda decirse de nosotros también, al final del camino, como dijera San Lucas de de Aquél: pasó haciendo el bien.

linda.dambrosiom@gmail.com

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