Cable a tierra

“Y no puedo ver razón para que alguien suponga que en el futuro los mismos temas ya oídos no sonarán de nuevo… empleados por hombres razonables, con fines razonables, o por locos, con fines absurdos y desastrosos”. La cita de Joseph Campbell (The Masks Of God: Primitive Mythology, 1969) sirve de epígrafe y brújula al lector de La marcha de la locura. Los incontestables ejemplos de esa política contraria al propio interés que disecciona Barbara Tuchman, invitan a revisitar el texto, una y otra vez. Por qué las personas en posición de liderazgo a veces actúan en contra de los dictados de la razón y del autointerés ilustrado, y se dejan arrastrar por los pinchazos de la hybris, la desmesura; por el autoengaño, la lectura inexacta de la realidad o el exceso de confianza en las “corazonadas”, es vieja preocupación que hoy resurge implacable, una peculiaridad que empieza a ser parte del paisaje.

Son varios los aliños de un proceso marcado por la cerrazón para aprender de la experiencia; esa testarudez suicida que Tuchman asocia a la pérdida del sentido de realidad, a la resistencia a interpretar los hechos como son, no como deberían ser. (En su mordaz ensayo sobre la estupidez humana, el historiador Carlo Maria Cipolla va más allá: la estulticia es innata y atemporal, afirma. El necio causa un daño a otros “sin obtener, al mismo tiempo, un provecho para sí, o incluso obteniendo un perjuicio”, mostrando así “total coherencia en cualquier campo de actuación”).

Entre muchos otros casos, el de Roboam, rey de Israel e hijo de Salomón, quien sucedió a su padre alrededor de 930 a.C., sirve para ilustrar uno de esos aliños: la sordera del líder ante consejos sensatos, y la propensión de este a escucharse sólo a sí mismo o a sus ecos, amplificados por los aduladores de ocasión.

Una revuelta encabezada por el general Jeroboam, en reclamo por impuestos cobrados con trabajos forzosos desde tiempos de Salomón; la huida a Egipto y el reconocimiento del heredero por parte de las tribus meridionales de Judea y de Benjamín, son los antecedentes de esa historia de división, debilitamiento y pérdida de una nación. En medio de tal crisis, cuenta Tuchman, y estando Roboam de camino a Sichem, una delegación de representantes de Israel -incluido Jeroboam- lo intercepta para pedirle que alivie el yugo que aplicó su padre. Si accedía a las demandas del pueblo descontento, además, le servirían como leales súbditos. Con la promesa de dar respuesta en tres días, el rey consultó primero a los ancianos del Consejo, quienes le recomendaron amarrar el arreglo; pues, si les trataba con “buenas palabras, ellos serán tus servidores para siempre”.

Al escuchar lo que no deseaba escuchar, resuelto a ignorar razonamientos contrarios a su obcecación y su rabia, se dirigió luego a sus jóvenes cófrades. No, no debía hacer concesiones, asestaron estos. “Así deberás decirles: si mi padre hizo pesado vuestro yugo, yo lo haré todavía más. Mi padre os azotó con azotes, yo os azotaré con escorpiones”. ¡Ah! Tales palabras sí se ajustaban a la receta de su desordenado olfato. Así hizo Roboam, el “rico en insensatez”, para su desgracia y la de su gente. Israel acabó nombrando rey a Jeroboam, vino la división en dos Estados, la guerra, la larga venganza, la pérdida de las diez tribus del norte. La caída, al final, de un imperio que acabó asolado por egipcios y asirios.

Queda así registrada la trágica sordera de Roboam, tan letal como la de los troyanos prevenidos en vano por la dama de las infinitas calamidades, Casandra. Como la de Moctezuma y su credulidad suicida, su “exceso de misticismo o de superstición” bloqueando consejos sobre la cautela necesaria para despistar y neutralizar a Hernán Cortés, rival sagaz como ninguno. (En el caso venezolano, por cierto, la falta de malicia que llevó al presidente Gallegos a minimizar la amenaza militar en 1948, remite al drama de su derrocamiento). O como la simpleza de Creso, cuya ruina evoca Carl Sagan: rey de Lidia vencido y condenado a vivir como rehén de los persas, todo por haber dado gusto a su sesgo a la hora de interpretar las profecías de Pitia, sacerdotisa del oráculo de Delfos, quien le advirtió sobre la destrucción de “un poderoso imperio” (Creso no fue capaz de intuir que era el propio).

En relatos que involucran a asesores juiciosos e incómodos, subestimados a la postre por sus asesorados, no faltan, como vemos, el peligroso avance de sus antípodas. Socios complacientes y “leales”, acomodados como pueden a los respingos del jefe, mudos ante su falta de piedad, mesura o sabiduría, aún sospechando cuán lesiva puede resultar. Personajes como los que en la Caracas de 1885, en pleno gobierno de Guzmán Blanco, inspiraron la famosa Delpiniada, el “homenaje” y coronación que avispados estudiantes organizaron para “el chirulí del Guaire”, poeta lunático, Francisco Delpino y Lamas. No era difícil adivinar, como lo hizo el “Ilustre Americano”, la doble denuncia tras la chanza, la crítica hacia sus aplaudidores, señores de la “adoración perpetua”.

Helos allí, pues, desnudos como el emperador del cuento de Andersen. Tan comprometidos con la irracionalidad como el monarca negado a reparar su error, convencido de que “hay que aguantar hasta el fin”, resuelto a caminar “más altivo que antes” mientras los ayudas de cámara, incapaces de contradecirlo, continúan sosteniendo la imaginaria cola. La torva simbiosis, con efectos que recaen pesadamente sobre los hombros de las sociedades, lleva también a pensar en el asunto de la confianza mutua como condicionante del buen gobierno. Según Locke -para quien lo político, por ser actividad esencialmente humana, depende de una frágil urdimbre de voluntades- el consentimiento individual, más que el miedo hobbesiano, es lo que funda el depósito de confianza individual que se extiende y proyecta hacia la comunidad políticamente organizada, haciendo viable un sistema de poderes limitados y basado en el consentimiento. Pero ello, afirma, se ve amenazado por un vicio político perfectamente distinguible: «flattery«, adulación, lisonja. Habilidad perversa que, ejercida por una élite instruida, convierte al niño interno en pequeño tirano, «corrompido con adulación y armado con poder». Un tipo de «abuso de confianza» que induce al engaño del adulado, le hace ver virtudes de las que carece, enciende el deseo desmedido por el poder y desestabiliza, por tanto, a ese régimen de poderes limitados y desconcentrados.

El ruido de quien acompaña acríticamente al político, quien refuerza el descarrío y la escasez, los bandazos de la debilidad humana, suma a la marcha de esa locura que se manifiesta como tenacidad destructiva. No en balde Weber ve en la vanidad un pecado contra el Espíritu Santo de la profesión, enemiga mortal de toda entrega responsable a una causa. El ejemplo en contrario, la sólida respuesta de un equipo ante situaciones agónicas como la de la Crisis de los misiles de 1962, se cumple en el caso del hábil “conductor” descrito por Lippman, el joven presidente Kennedy. Fortuna y virtù se conjugan gracias a la asesoría no de brutales “halcones”, consejeros militares que encabezados por McGeorge Bundy ya rumiaban el plan de una guerra nuclear a gran escala; sino de actores racionales como Dean Rusk, Robert McNamara, Robert Kennedy, Kenneth O´Donnell, George Ball. Ignorando la delirante presión de Castro (quien solicita a Kruschev que, en caso de una invasión norteamericana, ordenase el ataque nuclear, no importa si eso borraba a Cuba del mapa) la política de “escalada controlada”, la disposición a negociar continua y secretamente en Washington y Moscú, desembocan en un escenario ganar-ganar, sin resabios de capitulación; desenlace guiado por el brote colectivo de talento, no por la temeridad, la sordera o la arrogancia. Tener un mundo, una nación, una sociedad a salvo de la estulticia, dependerá en buena medida de no prescindir de ese vital cable a tierra.

@Mibelis

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