22 de noviembre de 2024 7:50 AM

Ricardo Gil Otaiza: Borges y su literatura

Uno de los personajes de la literatura de todos los tiempos que mayor fascinación ejerce sobre mí es Jorge Luis Borges. Y no se trata precisamente de caer en los absolutos, al autocalificarme de borgiano, como nunca lo he hecho con otros autores que también admiro, sino de reconocer en este escritor latinoamericano una maestría y una universalidad en su obra como pocas en el ámbito de las letras. Y como valor agregado a todo lo libresco que pueda connotar el apellido Borges, se une el hecho de una personalidad singular, exquisita, que en cada recodo de su atormentada existencia dejó caer una frase admirable, una ironía, un recuerdo, o un dato erudito que de alguna manera marcan un antes y un después en el complejo (y a veces mezquino) mundo de la literatura hispanohablante.

Acercarme a Borges ha sido en mi caso particular una verdadera escuela. Como autor he ido ensayando a lo largo del tiempo propuestas, corrientes y estilos, pero el toparme con Borges significó un punto de inflexión interesante en mi vida, que ha implicado en mi obra un aporte significativo al momento de deslastrarme de todo aquello que hace de la palabra impresa mera anécdota, sin un río de fondo que le confiera solidez y perdurabilidad en el inconsciente global. Me llama poderosamente la atención el halo metafísico de la propuesta borgiana, porque necesariamente conlleva implicación con lo inmanente del ser humano, así como también un punto de contacto con lo inverosímil para hacerse un todo; forma y fondo a la vez.

En Borges hallamos ficción —al parecer, mera ficción—, pero al ser auscultada en su hondura deja aflorar (con extraña persistencia) laberintos, sueños, revelaciones y reiteraciones, que forman parte también de la experiencia de lo humano. Ficción por ficción es caer en la truculencia, en el vacío, en el mero espejismo que se hace forma y al mismo tiempo se desintegra en la nada. En el caso de Borges la ficción se entrecruza con la realidad al tocar con pasmosa sabiduría la médula de lo ineludiblemente fantasmal —que se hace invención y literatura en sus manos—, pero que sabemos subyace en cada uno de nosotros sin que conscientemente lo advirtamos. Logra el autor develar los intrincados mecanismos de la mente por la vía del absurdo, de lo paradójico y lo demencial, como estrategias y acicates para dejar al descubierto las costuras de una narrativa que —paradoja de paradojas— se hace autárquica y de una sola pieza en la medida en que más conocemos sus delgados hilos metafísicos y técnicos.

En Borges el hombre y el literato se conjugan de manera perfecta para hacer de esa totalidad —por fortuna legada al papel y a la memoria de la humanidad—, una sola cosa. Borges es su literatura y al mismo tiempo la obra es fiel reflejo de su muy compleja y díscola personalidad. Cada poema, cada cuento, cada texto ensayístico borgiano (incluso los de su lejana juventud) reflejan en su dimensión estética y filosófica una búsqueda incansable de la perfección y del infinito, y ello se hace eterno al reconocernos todos en ese espejo de la perennidad y de la trascendencia de lo terreno.

La obra de Jorge Luis Borges constituye —tal vez— una de las propuestas literarias más originales y extraordinarias en todo el ámbito de las letras universales de las últimas décadas. Esto implica para los lectores un inmenso reto —sin duda—, y para los escritores que estamos detrás: una cantera inigualable de posibilidades estéticas (o un techo que podría ser cuesta arriba sobrepasar. Todo depende…). Son los libros de Borges maravillosos artefactos literarios, en los que la fantasía y la intelectualidad se amalgaman en una suerte de estructura perfecta, que hace de ellos epicentros de un “algo” complejo, que va más allá del canon e incluso lo desintegra, lo hace añicos, para instalarse en una dimensión real y al mismo tiempo etérea. Y es esta circunstancia precisamente la que nos empuja a leerlos, a profundar más allá de lo escrito, a abismarnos frente a sus inmensos retos.

Suele discutirse en los medios y en las redes sociales acerca de cuál es el mejor libro de Borges, y en este sentido tengo mis preferencias y también mis reticencias, porque si bien es cierto que Ficciones (1944) es una elevada cima estética, que fusiona otros dos: El jardín de los senderos que se bifurcan (1941) y Artificios (1944), y en los que hallamos textos tan memorables como Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, Pierre Menard, autor del Quijote, Las ruinas circulares, La biblioteca de Babel, El jardín de los senderos que se bifurcan, Funes el memorioso y La secta del Fénix, entre otros, no puedo dejar de lado El Aleph y La memoria de Shakespeare, por ejemplo, y si continúo escudriñando en sus Obras completas resulta que me fascinan absolutamente todas: las de poesías y las de ensayos, las de prólogos (en lo que también fue un maestro) y sus textos recogidos de la oralidad, y me gustan muchísimo sus primeros libros, de los que abominó por coquetería, así como también aquellos posteriores que él decía con sorna (no hay que creerle demasiado al maestro en sus declaraciones y entrevistas), que eran “olvidables”.

De Borges nada es olvidable, porque si bien es cierto que como obra humana adoleció de imperfecciones (que la crítica mordaz aprovecha para intentar dañarlo), el conjunto es brillante, digno de la eternidad.

rigilo99@gmail.com

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