22 de noviembre de 2024 2:46 AM

Linda D’Ambrosio: Autonomía

Cada mañana, cuando voy a trabajar, la contemplo. Acuclillada en la acera, su diminuta humanidad aguarda, con una estabilidad que a sus años sólo es posible gracias a que ha sido su postura natural durante años, que alguien se fije en ella y le tienda literalmente la mano.

Su rostro moreno, surcado de arrugas, contrasta con el fino cabello blanco y delata su ascendencia gitana. La nariz aguileña y la raída indumentaria precisan su origen rumano.

En una moderna capital europea, la imagen mendicante de la mujer resulta bastante incoherente. Desconcierta que en un Estado que hasta hace poco era modelo de Seguridad Social para el mundo, la desvalida anciana permanezca uno y otro día a las puertas de Príncipe Pío, que es a la vez centro comercial, estación de trenes y parada de metro.

¿He dicho que la contemplo? ¡Qué va! No es cierto. Procuro ignorarla, procuro desviar la mirada de esa presencia que me alerta sobre todas las cosas posibles de este mundo. Como un memento mori me advierte: “acuérdate que eres polvo, y en polvo te convertirás”. Me pregunto qué será de mí cuando, dentro de unos años, me vea reducida, menguada, semejante a la anciana del metro. Me remite a la injusticia social que ocasiona que, a sus años, la señora tenga que estar viviendo de la compasión en la calle.

Pero es que, en este sistema tan maravilloso, hay excluídos. La anciana en cuestión probablemente permanezca ilegalmente en España. En consecuencia, nunca habrá trabajado ni habrá pagado tampoco impuestos que le hubieran abierto las puertas de muchos beneficios que se ofrecen a otros.

Probablemente habrá hecho de la mendicidad su modus vivendi durante años. Ignoro cómo llegará allí cada mañana, pero antes de las siete ya está estratégicamente ubicada junto a la escalinata que da acceso al metro. No importuna a nadie. Muchos se le acercan espontáneamente para ofrecerle algo de comer. Alguna cosa racional en mi interior intenta ponerle coto a la angustia que me produce el halo de fragilidad y desamparo que irradia: me digo que está allí porque quiere, que si quisiera seguramente estaría en algún albergue o residencia de ancianos.

Entonces, de nuevo, me proyecto en ella, y comprendo mejor. Es cuestión de prioridades. Seguramente podría. Podría a costa de perder el sol, y la libertad, la capacidad de decidir y la opción de mantenerse activa, de perder, en suma, la autonomía.

Y me preocupa. Se concede muchísima importancia, y con razón, a velar por lo que constituye en resumen el futuro de un país: la infancia. Pero igualmente frágil es el colectivo de los ancianos, con una diferencia: los niños tienen frente a sí la esperanza; los ancianos solo el frío horizonte de la espera.

La vida parece estar definida por la acción y la motivación. Hacemos cosas para obtener cosas. La progresiva limitación física de que va siendo sujeto el anciano reduce su capacidad de hacer cosas, y su abanico de opciones se va restringiendo. Muchos siguen productivos e intelectualmente activos, pero es un hecho que su dependencia es creciente.

La importancia de los mayores en la vida familiar tendría que ser enorme, aunque solo fuera como recordatorio que nos estimule con su presencia a aprovechar el tiempo que tenemos. Su sabiduría y su afecto resultan así mismo determinantes, en especial como influencia para los que están creciendo. Pero también es cierto que a menudo la pre-citada dependencia, que no es otra cosa que falta de autonomía, puede interpretarse como una carga para los adultos que ven pesar sobre sus espaldas tareas adicionales: solo el amor puede hacer más gratificante lo que efectivamente resta tiempo y energía.

Sin embargo, más allá del ámbito familiar, socialmente hablando, es preciso promover un sistema que atienda a los mayores no solo en términos de seguridad y bienestar físico, sino que también facilite la movilidad y la actividad de la persona mayor en todos los niveles: corporal, intelectual, laboral.

Es urgente reconsiderar la atención a las personas de la tercera edad cuando es un hecho de que la esperanza de vida se prolonga. Antes mencioné que solo el amor habría de hacer más llevaderas las cargas, pero, bien mirado, no es solo un asunto de afectos: es un asunto de la más elemental justicia. Después de todo, bueno o malo, nuestra vida reposa sobre lo que ellos han edificado.

linda.dambrosiom@gmail.com

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