Describirle a los venezolanos la ominosa tragedia que padecen y padecemos, sobre la nación y la república que hemos dejado de ser, es irrelevante en la hora. Como irrelevante se ha hecho, para la comunidad internacional que nos observara y acompañara en el curso de los últimos 20 años, la pérdida de nuestra libertad. Para los de adentro es irrelevante pues viven en su diáspora doméstica. Huyen de lo que les maltrata, acicateados por las carencias, a la vez que como presas del distanciamiento social por la pandemia, de la que abusa para sus fines el régimen de disolución imperante.
No lo es tanto para los de afuera –somos 10.000.000 las almas emigrantes, entre nacionales y extranjeros– porque a diario nos preguntamos las razones de nuestro ostracismo como destino fatal e inesperado. Es una manera quizás errada pero inevitable de sostener nuestro lazo con la tierra que nos vio nacer o nos acogiese, donde permanecen nuestros mayores, las cenizas de nuestros muertos, los afectos de siempre.
La comunidad internacional se dice cansada con lo nuestro. Lo señala a voz quieta, para no herir susceptibilidades en los corrillos diplomáticos o de las agencias internacionales de noticias. Sus actores fundamentales –la Unión Europea y Estados Unidos– medran convencidos de que cada pueblo debe arriar con sus desgracias. Sería la regla emergente del orden global poscovid-19, de moral muy relajada. Tanto que, si se trata de la salvaguarda de las democracias, Occidente considera que es un lujo subalterno ante las exigencias humanitarias del momento o a propósito de los intereses distintos que imponen las realidades geopolíticas para el globalismo (Grupo de Puebla + ONU + Foro de Davos).
Si cupiese una síntesis de lo palmario, la fractura poblacional diluyó nuestro sentido de «nación» y su preeminencia: que son raíces comunes, un denominador cultural y ético compartido, sin mengua de las diversidades que se afincan sobre la variedad de nuestra geografía doméstica y sus historias de localidad. Y el caso es que, sin aquella, al menos teóricamente, mal se puede ser o tener una república, un Estado, no se diga democrático, salvo para quienes medran como candidatos contumaces dentro de una «república imaginaria».
El territorio que en Venezuela acogió a ambas realidades hasta la hora de nuestro quiebre epistemológico –ora la nación, sea la república– ni lo detenta aquella ni le da contenido por su ausencia, y esta no lo domina, por imaginaria, como cabe repetirlo. Los poderes reales de la república o se han fracturado o enajenado (gobierno usurpador vs gobierno interino) o lo poseen con efectividad otros poderes colonizadores posmodernos (China, Cuba, Irán, Rusia, Turquía) o deslocalizados (la guerrilla y el narcotráfico, grupos criminales estructurados y fundamentalistas musulmanes).
Todos a uno, eso sí, nos han hecho retroceder hasta el tiempo en que al poder se le entiende como patrimonio o botín personal. Durante el siglo XIX y la primera mitad del siglo XX el gendarme de ocasión dispone a su arbitrio de vidas y de bienes, desde su parcial estancia y bajo su férreo dominio. Allí compra lealtades, frena infidelidades, pues sabe de la precariedad del mando que detenta por no ser institucional, menos republicano. Lo negocia a diario, lo transa, o le sostiene a través de «revoluciones» de papel que fragua entre bares y enajenado por los efectos del alcohol, como le ocurre al coronel Cantalicio Mapanare.
Venezuela, para una significativa parte de los venezolanos es, sin embargo, algo diferente. Nada próxima a la perspectiva de los actores internacionales del momento, que insisten en vernos como una sociedad fracturada entre quienes se oponen a la barbarie o los que la apoyan usufructuándola, de suyo necesitada de un auxilio para el reencuentro y para que sus diásporas cesen en sus quejidos.
El caso es que la cruda realidad nuestra es la de una nación que se desangra y desaparece, formada de emigrantes y sobrevivientes, por una parte, y la de la simulación de un Estado que, en la otra acera, lo ocupan y se lo dividen traficantes de poder ávidos de conservar espacios, en tiempos de virtualidad digital.
El ejercicio democrático siquiera formal, no digamos el profundo, es un remedo, una grotesca caricatura en Venezuela. Encubre el arreglo cotidiano de pequeñas cuotas patrimoniales, dispuestas y cedidas por poderes reales extraños a lo venezolano. Y a los que vivimos al margen de esa dinámica fatal, nada reconfortante, que aún se nutre de mitos –como el mito de El Dorado– e incapaz, por ende, de forjar utopías realizables, parecen quedarnos dos caminos sin tercerías, uno moral y otro amoral o relativista, hijo de la globalización: Avanzar en la agonal y nada fácil tarea de nuestra reconstrucción como «nación», desde la diáspora: siguiendo la experiencia judeo-semítica o, por defecto, sumarnos como espectadores o actores de reparto a ese teatro republicano que administran los empresarios del poder y sus taquilleros.
Toda democracia sana, al cabo, urge de un gobierno y de una o varias oposiciones. Venezuela no es más una nación integrada, como para pretender proyectarse en la plaza pública de la democracia. Tiene y tendrá gobiernos, sí, pero como el de la antaña República del Este, con sus oposiciones de utilería.
Así, desde cuando la llamada «oposición democrática» abandonara la idea de transformarse en resistencia; todavía más, desde cuando decide que su poder simbólico como parlamento era capaz de hacerse real o, cuando menos, simulacro de gobierno, allí, en ese preciso instante, dejó de ser una y otra cosa, para convertirse en imitadora y fraudulenta. Ni manda, ni resiste. Deja, entre tanto, vacuidad política, mientras no nos propongamos todos reconstruir a la nación, desde sus raíces.
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