En los últimos años ha aumentado el interés por las posibilidades terapéuticas que entraña la interacción con animales. Cuidar de una mascota permite experimentar las gratificantes impresiones de ser útil y de sentirse aceptado incondicionalmente. También facilita la actividad lúdica, estimula el ejercicio y fomenta la sociabilidad al propiciar el intercambio entre quienes comparten el interés por los animalitos. Pero, además, ciertas investigaciones corroboran que estos placeres se traducen en un mayor bienestar físico.
Los animales de compañía disminuyen el estrés y la ansiedad, e influyen en la recuperación de ciertas enfermedades, acortando por ejemplo el período de convalecencia tras un infarto. Los estudios de Johannes Odendaal, en Sudáfrica, demostraron cómo acariciar a un animal contribuye a regular la presión arterial de los humanos. Por su parte, Rebecca Johnson, de la Universidad de Missouri, Columbia, analizó el perfil hormonal de un grupo de personas, cuyas edades oscilaban entre los 19 y los 73 años, antes y después de interactuar con perros: no sólo aumentaba el nivel de serotonina, sino también de prolactina y oxitocina, hormonas que influyen decisivamente en nuestra sensación de bienestar.
La hipoterapia, de la cual ya fuera precursor Chassaignac alrededor de 1875, ha demostrado ser eficaz como recurso complementario en el tratamiento de discapacidades físicas, psíquicas y sensoriales, aprovechando la transmisión tanto del calor corporal del caballo al jinete, como del movimiento tridimensional del galope, que genera estímulos similares a los que experimenta una persona al caminar. Con ello, se obtienen mejoras en el equilibrio, el control del tono muscular, la postura y el movimiento articular de los pacientes, así como en su conducta y su ajuste emocional.
Algo similar ocurre en la terapia con delfines, iniciada por Horace Dobbs en Escocia y por David Nathanson en Florida, quienes recurren a las emisiones acústicas de estos mamíferos para estimular determinadas áreas del cerebro.
Es necesario proceder con cautela al referirse en términos de beneficios al intercambio de afecto y emociones entre una persona y su mascota, pues pareciera que el vínculo se reduce a un aprovechamiento utilitario, cuando en realidad contribuye a edificar una perspectiva ecológica en la que el humano deja de ser el centro del universo para ocupar un lugar interdependiente en el contexto en que está inmerso. Este es el enfoque que debería prevalecer al considerar los aspectos educativos de la interacción con animales.
En edades tempranas, la convivencia con una mascota facilita la comprensión de fenómenos biológicos: el crecimiento, la sexualidad, la gestación o el nacimiento. El fallecimiento del animalito puede dar ocasión a presentar el hecho como parte natural de la vida y, si se quiere, como un paso hacia la trascendencia. Esta experiencia constituye, en algunos casos, el primer contacto directo que tiene el niño con la muerte.
Ya en momentos más próximos a la adolescencia, el asumir tareas relacionadas con el cuidado de la mascota, tales como el cepillado, el ejercicio y la alimentación, redunda en el aprendizaje de cómo administrar el tiempo acertadamente para cumplir con los quehaceres previstos, y contribuye al desarrollo de hábitos, lo cual resulta de utilidad al extrapolarlo a otros ámbitos de la vida del joven.
La interacción con animales constituye, en síntesis, a más de una fuente inagotable de placer, una escuela de valores en la que debería fortalecerse no sólo la comunicación familiar, sino también el respeto hacia la naturaleza y hacia la vida, traducidos en responsabilidad frente al compromiso libremente adquirido de hacerse cargo de otro ser vivo.
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