Movimiento en los hogares, bullicio de las calles, mercados y restaurantes, antifaces luminosos que alegran el rostro de edificios, no celebran sucesos de hace 2000 años, sino algo actual, como un familiar o amigo muy importante en nuestras vidas. En una de sus usuales gaffes, Úrsula von der Leyen, a nombre de la Comisión Europea, sugirió no desear “feliz Navidad”, mandato de la Agenda 2030, que aún no sabemos si es una estrategia consciente o un engendro de aprendices de brujo, pero es una grave amenaza para la sociedad abierta. Cancelar nada menos que de la Navidad, piedra miliar de nuestra vida simbólica, demuestra atrofia cognoscitiva, porque no hay fecha tan universal, reparadora, intensa y vivida con tanta alegría por tanta gente. Jesús tiene detractores y últimamente cargan el chiste de que “era palestino”, obviando que los romanos cambiaron el nombre a Judea por Palestina en 136 d. C. como castigo a la tercera rebelión judía. Aún más escandaloso, alguien de la UNESCO declara que era musulmán. Para un escritor griego del siglo II, Celso, Cristo fue parido por la amante hebrea de un soldado romano llamado Pantero. En su juventud se hizo mago y arrastraba con sus trucos toda suerte de miserables, ignorantes y depravados.
En la nómina de sus infamadores aparecen Minucius Félix, Atenágoras, Cornelio Fronto, Dayananda Saravasti, Ayn Rand, Bertrand Russell, Christopher Hitchens; y la estrella, Friedrich Nietzsche, en su libro Genealogía de la moral, explica que la vida social nos obliga a dominar los instintos salvajes, la pasión, representados por el demonio, lo mismo que Freud cincuenta años después en El malestar en la cultura. Los deseos carnales estimulan auto represión y sentimiento de culpa: el pecado, que para Nietzsche hace del cristianismo “un instrumento de tortura”, a diferencia de los griegos cuyos dioses son tan pasionales como los mortales. El sentimiento de culpa crece porque Cristo atraviesa terribles martirios y muerte por nosotros, deuda que jamás podremos pagar. Una obra tan brillante, desdeña en las conclusiones su propio diagnóstico. El Estado fuerte, el Leviatán hobbesiano, atenúa el uso de la fuerza en la medida que el cristianismo se fortalece, aunque éste es solo una parte de la maquinaria cultural de contención necesaria para que la sociedad sobreviva y no la devore Lotan, el caos, decíamos recientemente. En Oriente no surgió autónomamente la democracia por la debilidad del cristianismo, pero ese será otro trabajo.
Aunque el cristianismo es la religión más permisiva, la renuncia de los apetitos, el ascetismo y la moderación son valores imperantes, especialmente, dice, para la “casta sacerdotal”, científicos, pensadores, empresarios, curas, figuras prominentes que deben parecer “virtuosos”, pero “la plenitud del asceta, el abnegado, es crueldad”. Regodearse en la privación parece sadomasoquismo. Como varios otros, Nietzsche se postró ante la maravillosa Lou Andreas Salomé, quien confiesa haber tenido “la mala suerte de que no me ha arrastrado la fuerza de ese torbellino”, tal vez porque su sensualidad era demasiado poderosa. Nietzsche dice que los pensadores tienen que ser solteros, en alusión a Heráclito, Descartes, Spinoza, Leibniz, Kant, Schopenhauer y Platón, en cuyos Diálogos, las apariciones de Sócrates en plan de marido son de humor, como lo refleja la cinta Sócrates de Roberto Rossellini (1971) El culto cristiano “al débil, enferma la civilización”, porque además se le tiene por implícitamente “bueno”, no vulgar, solo tiene mal gusto, no es cobarde sino paciente y siempre víctima. El judaísmo ve en Cristo una amenaza, pero más bien Él da a los Diez Mandamientos la universalidad que nunca logró ni puede lograr una religión hermética. “Jesucristo es la seducción por la bondad”, el caballo de Troya.
Esta idea de insondables implicaciones, ya la captan los depredadores: Bin Laden, Hamas, Estado Islámico, Jihad Islámica, Hezbolá, anuncian que su verdadero enemigo no es Israel sino el occidente cristiano, su protector, una gran paradoja para el judaísmo. Rasgo esencial del Espíritu, en mayúscula como gustaba a Hegel, es concebir ciclos (milenios, siglos, años, días, segundos, nanosegundos) reinicios, invocación del marinero que surca la tormenta y espera que el oleaje se vuelva a dormir. La vida sin finales y recomienzos sería invivible. Esquilo dice que los humanos permanecían postrados en cuevas, hacinados y yacentes en terrible espera, porque Zeus decidió que supieran la fecha de su muerte. Prometeo rechaza ese designio, y los hace olvidar la cita terrible, para que cada salida del sol fuera un inicio, no un paso hacia el final y vivieran a plenitud en la creación y la industria. Borges cuenta que cuando uno de “Los inmortales”, cayó por un barranco, tardaron más de mil años en descubrirlo y auxiliarlo. El reinicio de Año Nuevo, como el sueño nocturno nos libra de recuerdos superfluos que impedirían funcionar nuestra mente.
Funes el memorioso, también de Borges, no podía olvidar ningún detalle y colapsa ahogado en recuerdos inútiles. El Año Nuevo, el retoño de plantas sanas, la oportunidad cada 365 días. En Camboya las milenarias ruinas de Angkor, de dimensiones como la actual Los Ángeles, es hoy una seductora mixtura de templos, ruinas y malezas tropicales, “el ser que se afirma ante la desaparición”, diría Hegel. Un eterno retorno de la fuerza vital que no abandona espacios, y pervive. Nos ponemos a dieta, dejaremos de fumar, retomaremos el trabajo de tesis que cuelga, mejoraremos la relación con quienes nos rodean, leeremos libros pendientes, seremos más humildes y más creativos, nos separarnos de lo que no funciona. Vamos a poner más fuerza y claridad en lo que queremos, y ¡ahora sí!, hacerlo con decisión. El mundo recomienza con hechos fundacionales. Terremotos, revoluciones, guerras, sucesos que devienen fechas históricas, renacimientos simbólicos de la esperanza. Jacques Lacan habla de historia fantasmática o espectral, trufada de grandes mitos, reales, imaginarios o híbridos, que integran nuestra visión del devenir. La revolución bolchevique de 1917 reseteaba la civilización: “¡he visto el futuro y funciona!” -dijo un laborista británico en 1920 al retornar de la URSS, según cuenta Bertrand Russell.
En la Edad Media se pensaba que todas las acciones humanas eran voluntad de Dios. Con la Revolución Industrial y el imperio de la ciencia, la acción humana obedece a “fuerzas objetivas”, “leyes”, que nos usan para materializarse y determinar nuestros actos. Somos ahora juguetes de la “fuerzas históricas” hacia su realización escatológica, aunque para Napoleón el destino no era más que la suma de nuestros errores. Matrix juega con la distopía de un mundo donde los sujetos no saben ni siquiera que no son humanos sino programas informáticos (“¿te gustó la mujer del vestido rojo? La programé yo”, dicen a One). La sociedad actual es el salto vertiginoso, imposible de seguir. Mientras el imperio de la máquina de escribir mecánica sobrevivió ciento cincuenta años sin alteración sustancial y cinco generaciones la tuvieron en su nicho inmutable, desde la Manzanita de Apple es difícil estar al día con las generaciones de computadoras. Hoy la añoranza es el llanto reaccionario de los marxistas y demás conservadores contra la “sociedad de consumo”, “sociedad del desperdicio” o la sociedad de lo impredecible. Bergson dice que… “Un par de recuerdos superfluos se cuelan siempre como lujos por la puerta entreabierta. Ellos, mensajeros del inconsciente, nos recuerdan lo que arrastramos sin saber” ¡Feliz Año!
@CarlosRaulHer