Resulta incómodo, y hasta vergonzoso a veces, escribir con tanta frecuencia sobre los mismos recurrentes disparates de Juan Guaidó y su cáfila de compinches asalta bancos.
Un sujeto que por su propio desgaste como insumo noticioso dejó de estar en la escena política para quedar reducido solamente al ámbito de la picaresca criolla, ni siquiera con el ya fastidioso sainete del autojuramento y el golpe continuado que un día protagonizó, sino con el lamentable sketch del loco de carretera que juega a la locomotora ficticia a lo largo y ancho del país como diversión de los viandantes.
Incómodo, porque no sabe uno nunca cuándo aparecerá alguna sociedad de siquiatras o de protección de los desquiciados mentales a protestar los escritos de uno argumentando que son una falta de respeto a la dignidad de la siquiatría o de los locos mismos.
Y vergonzoso, porque en definitiva la sección de opinión de un diario de tanto prestigio como Últimas Noticias, como la de ningún otro diario serio del mundo, no debe estar dispuesta para el perpetuo ejercicio de la reiteración y la persistencia en los mismos fastidiosos temas ya manidos hasta la saciedad.
Pero es que con un loco de lastimosidad, como el demente autojuramentado, que no cesa de inventar insensateces como si de un torneo de resistencia perpetua se tratara, en el que se desconoce olímpicamente el vencimiento desde hace meses de su cargo como diputado (que era lo que justificaba su pretendida presidencia interina) no queda otra alternativa que volver sobre lo reiteradamente dicho… que el pobre sujeto está mal de la cabeza.
Y eso no es bueno.
No es bueno porque es del tipo de loco no pasivo, sino del que hace daño. Pero no cualquier daño, sino del que afecta al país entero y a la gente inocente que no tiene culpa alguna de las rabietas o frustraciones de la derecha.
Un daño que es causado, además, sin razón alguna (que no sea la del odio antichavista que consume a la dirigencia terrorista de la que él es líder) y que duele como ningún otro daño porque no se trata sino de una malacrianza de un muchacho viejo que no juega con juguetes sino con el país.
Como eso de andar nombrando embajadores y procuradores por el mundo, y hasta directores de canales de televisión que no existen sino en su mente.