El Derecho Constitucional es una rama fundamental de la ciencia jurídica. En la misma militan algunas de las figuras más prestigiosas del país, siendo la mayoría de ellas respetables. Otros no lo son y ubicados a veces en posiciones de poder han servido y sirven para hacer de esa especialidad un arma política no destinada a organizar a la sociedad sino para servir a algún poderoso de turno.
Quien esto escribe, abogado al fin, no desea en este momento incursionar acerca de la relación entre el Derecho Constitucional y las Constituciones que los Estados nacionales y a veces sus subdivisiones se dan para organizar su funcionamiento.
Lo que sí es evidente es que el constitucionalismo en América Latina lejos de haber traído estabilidad y progreso, ha conseguido lo contrario. Claro está que si un mandatario se desvía de sus atribuciones o realiza algún acto ilegal debe existir la posibilidad de llamarlo a rendir cuenta de ello y, en su caso, destituirlo. Ese mismo principio, ejercido con intención aviesa, ha resultado en Perú en la destitución del presidente Kuczynski, quien habría recibido alguna prebenda de la tóxica empresa brasileña Odebrecht y de allí en adelante han pasado ㅡcual puerta rotatoriaㅡ varios jefes de Estado llegados al cargo a través de procedimientos ciertamente constitucionales, pero que ㅡpor lo que se veㅡ no resultan en beneficio de la estabilidad del país. No importa si el destituido ha sido elegido por el pueblo o no, como lo revela el caso de Ollanta Humala en 2017, que estuvo preso o el reciente de Pedro Castillo, ganador de la más reciente elección popular que por algún ignoto procedimiento fue a parar a la cárcel igual como le pasó a sus antecesores Fujimori, Humala y Alan García (que prefirió suicidarse), y hoy ocurre a Alejandro Toledo, ya extraditado desde Estados Unidos y actualmente en prisión preventiva. Parece que el ciclo presidencial peruano culmina con la salida en tiempo o anticipada y una temporada de cárcel, tal como también lo vimos en nuestra propia Venezuela con Carlos Andrés Pérez o el actual ejemplo de Lula, quien luego de pagar prisión por haber recibido dádivas de algún empresario lo llevaron a la cárcel y hoy pasa directamente a la presidencia de Brasil.
Esta misma semana el fenómeno ha contagiado al presidente Guillermo Lasso de Ecuador, cuyo destino luce incierto a la hora de escribir estas líneas. Es evidente que el tema no es la investigación de un contrato mercantil sino servir al regreso de Correa y sus secuaces del Foro de Sao Paulo. Ni se diga Brasil, donde el “impeachment” ya alcanzó a Fernando Collor de Melo en 1992 y a Dilma Rousseff en 2016, y también aconteció con Trump en 2021, aunque sin llegar a su destitución. También se da con frecuencia la extradición o prisión, como ocurrió al expresidente de Honduras Juan Orlando Hernández, extraditado a Estados Unidos en 2022 con braga naranja apenas días después de haber entregado el cargo; a Ricardo Martinelli, de Panamá, extraditado de Estados Unidos a su país en 2018 y finalmente absuelto de todos los cargos; Otto Pérez Molina, de Guatemala, actualmente en prisión; y Fernando Lugo, de Paraguay, destituido en 2012 tras un juicio político, y pare usted de contar.
Aun con estos antecedentes, quienes aspiran o llegan a la Jefatura del Estado suelen engolosinarse con impulsar cambios constitucionales para “aggiornar” sus cartas fundamentales y, de paso, extender su mandato o implantar cambios radicales. Así el “difunto” de Sabaneta, que consiguió reformar la Constitución de 1961 poniéndola a su medida, o Boric en Chile, quien al asumir se encontró con una Asamblea Constituyente insólita, rayana en lo ridículo (que él mismo como candidato había aupado), la cual presentó un proyecto constitucional tan extremista que fue rechazado mayoritariamente para que tan solo a meses de aquel episodio se haya convocado otra Constituyente actualmente en funciones.
En contraste con lo anterior, tenemos la Constitución de Estados Unidos que data de 1787 y nunca fue reformada (salvo algunas aclaratorias concebidas como “Ammendments”). No solo es respetada sino custodiada escrupulosamente por toda la sociedad. Queda claro, pues, que no se trata de que “cada maestrito venga con su librito” sino de que sean las sociedades las que convengan un pacto social razonable e inclusivo fundado en el ánimo de cumplirlo con la mejor buena fe posible. De nada sirven largos enunciados de derechos de toda clase que no pasan de ser “listas de mercado” cuyo cumplimiento suele ser imposible. En Estados Unidos ya vimos cómo es la cosa, mientras que en Inglaterra e Israel, donde ni siquiera existe Constitución, sí funcionan y se respetan la mayor cantidad de derechos y libertades del planeta. Da para pensarlo…
@apsalgueiro1
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