Mucho se debe reclamar luego de que la Leyenda negra española, en combate desigual con el mito de la “edad de oro” tan afín al populismo latinoamericano, se instalase con éxito durante siglos. De allí la aplicación de su tenaza inhabilitante y distorsionadora de la historia, la cancelación cultural de aportes revolucionarios como los de la Escuela de Salamanca. Por fortuna, esa “ignorancia sistemática de cuanto es favorable y hermoso en las diversas manifestaciones de la cultura” española, a decir de Julián Juderías (1914); ese convencimiento sobre la “presunta obstrucción opuesta por España a todo progreso espiritual y a cualquiera actividad de la inteligencia” que denuncia Rómulo Carbia (1943), ha ido cediendo paso a una verdad histórica más justa con los hechos y sus protagonistas. Aunque tardío, el reconocimiento a la labor de este grupo de catedráticos salmantinos y algunas de sus testas más notables, Francisco de Vitoria y Domingo de Soto, responsables en pleno Siglo de Oro español de una densa producción teórica que marca los pulsos de la cultura y la filosofía política de occidente, hoy resulta especialmente relevante.
Desde esos espacios, subrayan los estudiosos, y en virtud de una deliberación robusta, ardua y ajena a la uniformidad, se gestan algunos de los principios más sólidos de nociones modernas como los derechos humanos o el derecho humanitario internacional. Con extraordinaria preclaridad, las tesis contractualistas y constitucionalistas sientan asimismo las bases del origen pactado y condicionado del poder político, de la democracia representativa como forma de gobierno limitado. De hecho, el politólogo argentino Marcelo Gullo (quien califica a la leyenda negra como el mayor éxito del marketing geopolítico británico) afirma que “es en Salamanca donde nace la teoría de la soberanía popular, no nace en Francia”. La idea de la democracia y del poder del pueblo nace cuando de Vitoria y sus compañeros “dicen que el poder viene de Dios pero se lo da al pueblo, y posteriormente lo delega en el rey; pero si este no cumple, (el pueblo) tiene derecho a la revolución. Esta es la teoría anti-absolutista, primera semilla del concepto de la soberanía popular, la primera semilla del régimen republicano”.
En atención no sólo a la crisis global de la democracia, sino a esta dislocación sin precedentes que hoy transitamos en Venezuela, vale la pena repasar algunas de estas viejas-nuevas nociones, muy trilladas en el discurso político pero severamente desatendidas en la práctica. Dichas nociones pudiesen sonar hoy como obviedades, por cierto. Pero, en su momento, cristalizaron en verdadera rebelión humanista, en propuestas cuya índole radicalmente antifeudal apuntaban a desarticular la petrificación del pensamiento, la visión del absolutismo monárquico imperante en el medioevo, las concepciones tradicionales del ser humano y su relación con Dios y con el mundo.
En efecto: partiendo de la revisión crítica de los aportes de Tomás de Aquino y Aristóteles, y animados por la tarea de reconciliar tales doctrinas con la realidad del nuevo orden social y económico, dominicos y jesuitas herederos del pensamiento escolástico afirman que la autoridad política se origina en un pacto entre pueblo y gobernante. Así, el pueblo accede a obedecer, siempre que, en contraprestación, el regente trabaje a favor del bien común. Dueño del derecho y obligado por el deber de elegir a sus gobernantes, el pueblo entonces les traspasa parte de su poder. En eso radica, precisamente, la soberanía popular (ese mismo concepto que la revolución bolivariana manoseó hasta el cansancio, en especial mientras creyó que podía eternizarse en los afectos del electorado). Vox populi, vox Dei: el poder, en la práctica, reside originalmente en el pueblo, en la comunidad. Este luego es transferido y delegado en un representante, quien lo es por voluntad de ese pueblo que decide y designa, elección o consentimiento directo mediante.
Pero la autoridad de ese gobernante no es ilimitada, afirmaban también los sabios salmantinos: una línea madre del pensamiento de otros constitucionalistas y contractualistas que luego surgieron en distintas latitudes, como Rousseau, Kant, Locke, Madison o Jefferson. Debe estar moderada por leyes y controles institucionales, de forma que evite la tiranía. No hay jurisdicción del poderoso sobre las almas, los súbditos no son propiedad del rey, sino que mantienen en todo momento su dignidad y derechos naturales por el solo hecho de haber nacido. Según Luis de Molina (1535-1600), una nación puede ser vista como una sociedad mercantil: administrada por los gobernantes, pero donde el poder reside en el conjunto de administrados considerados individualmente.
Finalmente -y para que no queden dudas de que la coexistencia pacífica en esa comunidad depende de domesticar la natural, personal y carnívora apetencia por el poder- se apunta que la finalidad de la política y de quienes la profesan es promover el bien común, el bienestar del pueblo en su conjunto. Cuando un gobernante abusa de sus facultades y atenta contra este objetivo, está renunciando de facto a su legitimidad; el contrato se rompe, perdiendo el derecho a seguir conduciéndose como representante del soberano. Son esas cláusulas, pues, las que según los de Salamanca, condicionan el poder y lo vuelven éticamente incompatible con la priorización de los intereses privados. (Premisa que, irónicamente, ha sido estrujada por no pocos revolucionarios para rebelarse contra gobiernos a los que acusaron de arbitrarios y personalistas; sediciosos con causa, asaltantes del cielo que, tras asegurar que la historia los absolvería, confiscaron a la gente el mismo derecho al reclamo que anticipó su ascenso).
Sirva el repaso, pues, para entender que buena parte de esas promesas que en la Venezuela de 1998 cundieron bajo la forma de un disruptivo discurso electoral, ni es original, ni tampoco se hizo norma en la práctica. Sobra decir que bajo las señas de una supuesta “radicalización” de la democracia, el populismo acabó desfigurándola, al disputar los elementos normativos que la distinguen y usurpar el lugar de representación del pueblo. He allí la inauguración de un socavamiento que hoy adquiere perfiles trágicos. En medio de tal convulsión anti-democrática y anti-republicana, la misma Constitución que prescribe las vías para impulsar cambios políticos sigue musitando su pauta inconmovible, sin embargo: “La soberanía reside intransferiblemente en el pueblo, quien la ejerce directamente en la forma prevista en esta Constitución y en la ley e, indirectamente, mediante el sufragio, por los órganos que ejercen el Poder Público. Los órganos del Estado emanan de la soberanía popular y a ella están sometidos”. Así sea.
@Mibelis
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