25 de noviembre de 2024 2:38 PM

Ricardo Gil Otaiza: Una vida, una biblioteca

Me paseo por los estantes de mi biblioteca y al escudriñar aquí y allá en las tapas y en los lomos de los libros, me percato de que cada uno de esos ejemplares tiene que ver con alguna etapa de mi vida. Ayer hallé metido en uno de los intersticios de un anaquel un viejo libro que me regaló mi madre en 1977, es decir, cuando era apenas un adolescente, y mi asombro fue grande porque el libro no es de aventuras, ni de relatos, sino el segundo volumen de las Obras Completas de Gonzalo Picón Febres, titulado Nacimiento de Venezuela Intelectual (Ediciones del Consejo Universitario de la Universidad de Los Andes,1970). Es decir, mis interrogantes van por el orden de: ¿Qué llevó a mi madre a obsequiarme el ejemplar dedicado a mis 16 años?¿Acaso presagió mi destino años después en las labores del intelecto? ¿Quiso estimularlas dándome a leer un libro duro y árido como éste?¿Acaso veía en mí la inclinación? Como valor agregado puedo decir que mi madre era maestra, una estupenda maestra, me enseñó a leer y a escribir, y sembró en mí las ansias por la lectura. Pero lo cumbre del asunto es que ese inquieto muchacho leyó el libro, y todavía recuerda el gozo al descubrir en el tomo a personajes con los que más adelante se toparía en sus actividades como autor. Ah, un interesante detalle, ese muchacho forró el libro con plástico, al mero estilo colegial, para preservarlo de la inquina del uso y del tiempo.

Mi biblioteca habla mucho de mí. Nunca fui coleccionista de libros viejos por el mero afán de serlo, como sí lo son varios de mis amigos. Los libros que se hallan en mis anaqueles están allí porque en algún momento los adquirí con la intención de leerlos (aunque no siempre ocurrió y todavía encuentro a muchos con su envoltura de celofán). Mi amor por los libros va de la mano con la lectura, y no tanto por el disfrute de poseer un incunable o una edición príncipe de una obra importante y mostrarla en eventos. Mi pasión por los libros no es, por tanto, un mero afán de acumularlos, de atesorarlos por su gran valor histórico, o para que luzcan en los anaqueles y quienes entren en la biblioteca se sorprendan con la riqueza allí presente. Nada de eso. Amo el libro como objeto cultural, es cierto, pero en relación directa con lo que puedo obtener de él. Suelo olfatear los libros nuevos y viejos (por cierto, mala práctica, por aquello de los hongos y de los ácaros que son potenciales alérgenos y fuentes de infecciones), los manoseo (me gusta su contacto con mis sentidos), los hojeo y ojeo, y siento gusto de poseerlos, pero no acumulo ejemplares como lo hace un anticuario para acrecentar su acervo bibliográfico y patrimonial.

De mis tiempos de adolescente hay poco en mi biblioteca. Ni decir de mi etapa infantil. Muchos de aquellos libros se perdieron en mudanzas o fueron regalados, y otros se quedaron en la casa paterna cuando me independicé. Años después cuando la casa fue desmontada al fallecer mis padres, mi hermana abrió una caja con los libros de aquellos tiempos, y me traje un hermoso ejemplar pasta dura y de lujo de las fábulas clásicas y un diccionario de los verbos españoles de la vieja Editorial Ramón Sopena de Barcelona. De resto todo lo que hay en los anaqueles son ejemplares comprados a finales de la década de los 80 en adelante. Es a partir de entonces cuando mi vena lectora se hace tan poderosa, que hubo un tiempo en el llegué a leer hasta ocho libros por semana. Suena increíble, pero es una verdad. Hoy miro todo aquello con nostalgia y me digo, no sin razón, que el paso de los años va mermando los ímpetus, y hasta veo con agrado que pueda terminar con éxito la lectura de un libro cada semana.

Cada vez que entro a mi biblioteca (a cada rato, no hay de otra) y tomo un ejemplar en mis manos, no puedo vencer la tentación de buscar con rapidez el año de edición o de compra del ejemplar, y mi mente vuela de inmediato a esa etapa de mi vida, y todo llega a mí en una suerte de tropel: las personas de entonces, la casa en la que vivíamos, la música que escuchábamos, las alegrías de entonces, o las tristezas y las pérdidas sufridas. Cada ejemplar cuenta su propia historia, que no es precisamente la está en sus páginas: lo que me costó, la librería en donde lo hallé, la ciudad en la que me encontraba. Ah, no puede faltar el dato cronológico: la edad que yo tenía cuando leí el libro por primera vez, lo que se amalgama de inmediato con la nostalgia por los tiempos idos, por lo dejado atrás, por las ilusiones de entonces, por los sueños alcanzados o truncados para siempre. Y si a esto aúno los papelitos perdidos en medio de las páginas, en donde tomé alguna nota acerca de lo leído, o los recibos del teléfono o de la luz de las casas de entonces, pues muchas veces el sentimiento se ahonda y hasta se patentiza en dolor y en un nudo en la garganta.

Pero es que me estoy haciendo viejo, y la edad trae consigo no solamente experiencia y posible sabiduría, sino también una sensación de tristeza, de vacuidad y de vacío. A veces la certeza de haber alcanzado logros, pero en otras circunstancias la de haber perdido el tiempo y arado en el mar. Pero el gozo y el disfrute de la lectura quedan como valores agregados en la vida, como densos sedimentos de muchos mundos vividos. Y los libros son testigos callados de todo esto, y allí quedan: como vivencias; quizá como fantasmagorías.

rigilo99@gmail.com

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