22 de noviembre de 2024 1:51 PM

Ricardo Gil Otaiza: El diarismo en Monterroso

Hace muchos años cayó en mis manos un libro extraordinario que no me canso de releer: La letra e (Fragmentos de un diario, Alfaguara, 1998) del autor guatemalteco nacido en Tegucigalpa Augusto Monterroso. Ha sido tanto el disfrute de estos fragmentos, de estos trozos de vida plasmados en el papel, de estas anécdotas que son en sí mismas pequeñas obras maestras, que tantos años después de su publicación me atrevo a mencionarlos acá, a sabiendas de que ya no son una novedad editorial, porque considero que esta obra es un clásico en su género y quedará por mucho tiempo como referente del verdadero diarismo.

Lo peculiar de esta obra es que está constituida por fragmentos de un diario que hablan casi exclusivamente de literatura, de encuentros con libros, de la obra de otros, de la obra propia, y cada uno de ellos traen consigo ironía, fino humor, sarcasmo e hipérbole, todo ello conjuntado con la seriedad de un autor que fue tomado como humorista, fabulador y minimalista en el gran contexto de la lengua española.

Créanme que se goza un montón cada entrada, porque vienen cargadas con auténtica dinamita, con una prosa magistral; con el denso conocimiento de la lengua castellana de un hombre que estuvo entre quienes revisaron en la editorial de la Universidad Autónoma de México, la obra del gran pensador y humanista don Alfonso Reyes; con la trayectoria de alguien respetado y admirado por los sacrosantos miembros del “club” del denominado boom latinoamericano, con quienes se codeó de tú a tú (a pesar de no escribir novelas, aunque no se cansaba de afirmar que su libro Lo demás es silencio calzaba en dicho género); con un autor que revivió el desaparecido género de la fábula y alcanzó la consagración con su cuento El dinosaurio: texto de apenas una línea que ha sido incluido en decenas de antologías en América Latina y Europa.

Nada escapa al ojo inquisidor de Monterroso, a su agudo olfato casi perruno, a su fina pluma aderezada con lo mejor de un talento que fue reconocido dentro y fuera de sus fronteras naturales. Fue Monterroso un rompedor de esquemas y hasta del canon de cada uno de los géneros que tocó con su pluma (cuento, ensayo, novela, diario y fábula). En cada texto monterroseano disfrutamos, no solo de su brevedad (que es en sí un valor agregado en su caso), sino de su incisiva visión de los temas tratados, de su manera de entender la literatura y su relación con la vida, de su precisión y ahorro del lenguaje, que lo llevaron a convertirse en un esteta de la palabra, en un articulador de frases geniales, en un aglutinador de finos personajes que cuestan quitárnoslos de la memoria. Cómo olvidar, por ejemplo, a su “Vaca” del libro Obras Completas (y otros cuentos), por cierto, su primer libro: “una vaca muerta muertita sin quien la enterrara ni quien le editara sus obras completas ni quien le dijera un sentido y lloroso discurso por lo buena que había sido y por todos los chorritos de humeante leche con que contribuyó a que la vida en general y el tren en particular siguieran su marcha”. Guao, amigos, ¡qué belleza, qué concisión, qué maestría!

En la La letra e hallamos lo mejor de Monterroso: al hombre que amaba y respetaba la palabra impresa, al escritor e intelectual que jamás se tomó en serio, sino como parte de un engranaje que es en sí lo que llamamos cultura de los pueblos. Un escritor e intelectual que solía afirmar que no había mayor tontería que creernos nuestra propia importancia, que gustaba de relatar con ironía (y sutil humor) su lectura de los clásicos griegos y latinos, que no tenía empacho en recordar sus orígenes humildes y los sobresaltos de los golpes de estado en su país y en el resto de América Latina, que lo llevaron a montar su maleta y largarse a México hasta su muerte.

Es Monterroso de La letra e el escritor que profundizaba su pensamiento con la lectura de la filosofía, que admiraba a Montaigne, que siempre leía a Cervantes, el que intentó aprender latín y que a manera de anécdota contaba que algunas de sus fábulas fueron traducidas a esa lengua muerta (una extraña promoción de su obra, sin duda), que se cotejaba a menudo con sus pares en eventos internacionales, que se chorreaba de miedo ante un público y siempre salía airoso, que se reía de sí mismo por su corta estatura física, que se hizo lector cuando de joven trabajaba en una carnicería; que se sabía tímido hasta el extremo. El hombre y el escritor que pudo levantarse de su carencia de estudios formales a base de esfuerzo personal, y al que le gustaba afirmar con orgullo: ¡soy autodidacto!

No me canso de volver a La letra e y lo hago cuando pierdo el “tempo”; es decir, cuando me cuesta iniciar un nuevo libro o tardo mucho leyendo una obra, y necesito la energía y el empuje que me conminen a hacerlo. Monterroso será siempre Monterroso: el de la prosa sencilla y a la vez cáustica, el de la fábula risible que nos lleva a hondas reflexiones, el de los textos breves (brevísimos) que nos impelen a sumergirnos en el mar de posibilidades estéticas que nos entrega la literatura, el de los personajes humanados que nos invitan a la introspección, el de la frases lapidarias que sacuden nuestra conciencia y que al mismo tiempo nos empujan al disfrute y al gozo estético. El Monterroso humilde, pero a la vez de una enorme estatura, que se erige en referencia de este lado del mundo.

rigilo99@gmail.com

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