Nada más justo que celebrar por lo alto las reivindicaciones alcanzadas por la comunidad LGTBI en los últimos años. Por ello en muchas ciudades del mundo se organizó en días pasados la Semana del Orgullo Gay, durante la cual se pusieron de relieve los escollos encontrados en la búsqueda de legitimidad y se aplaudieron con furor sus logros. Mucho tiempo de oscurantismo y de batallas precedieron a lo que aún no se ha totalmente convalidado dentro de nuestra sociedad: el derecho de cada quien de escoger de manera libre su sexualidad.
Beatriz De Majo / El Nacional
De ello a la distorsión y a la pérdida de respeto por parte de quienes los observan, incluso de quienes celebran sus muchos éxitos no hay sino un paso. El Día del Orgullo Gay debería entonces pasar a ser una festividad seria ─alegre sí, pero seria al mismo tiempo─ porque la batalla que queda por delante no es un asunto deleznable.
Madrid acogió, como capital que es de este colectivo, más de una manifestación en sus calles, pero en ellas era difícil distinguir cuál era el mensaje. Miles de personas trajeadas y pintarrajeadas de manera bizarra se esforzaban por llamar la atención con una estridencia inmensa. Colorinches y atuendos extraños, disfraces de todo género lo que denotaban no tenía nada que ver con la satisfacción de estar consiguiendo el puesto en la sociedad que todo género merece, ni tampoco llamaba la atención colectiva sobre el mayor obstáculo que sigue, hoy por hoy, enfrentando la comunidad homosexual como es el de la discriminación.
No había en esta inmensa colectividad que se comportaba de manera desenfrenada ninguna apelación a la batalla por la identidad de género, un tema que no ha dejado de debatirse en el seno de gobiernos e instituciones, no aparecía una polémica contundente sobre la identidad sexual y la educación, no había apelación a la diatriba presente en los idiomas para calificar la escogencia de una identidad de manera libre.
Todo se circunscribía a un comportamiento colorido de rebaño, desfachatado, exagerado e histriónico que dejaba un mal sabor en la boca a quienes consideramos que este sí que es un tema trascendente y sobre el cual aún quedan unas cuantas batallas por librar.
Nada más justo que celebrar por lo alto las reivindicaciones alcanzadas por la comunidad LGTBI en los últimos años. Por ello en muchas ciudades del mundo se organizó en días pasados la Semana del Orgullo Gay, durante la cual se pusieron de relieve los escollos encontrados en la búsqueda de legitimidad y se aplaudieron con furor sus logros. Mucho tiempo de oscurantismo y de batallas precedieron a lo que aún no se ha totalmente convalidado dentro de nuestra sociedad: el derecho de cada quien de escoger de manera libre su sexualidad.
De ello a la distorsión y a la pérdida de respeto por parte de quienes los observan, incluso de quienes celebran sus muchos éxitos no hay sino un paso. El Día del Orgullo Gay debería entonces pasar a ser una festividad seria ─alegre sí, pero seria al mismo tiempo─ porque la batalla que queda por delante no es un asunto deleznable.
Madrid acogió, como capital que es de este colectivo, más de una manifestación en sus calles, pero en ellas era difícil distinguir cuál era el mensaje. Miles de personas trajeadas y pintarrajeadas de manera bizarra se esforzaban por llamar la atención con una estridencia inmensa. Colorinches y atuendos extraños, disfraces de todo género lo que denotaban no tenía nada que ver con la satisfacción de estar consiguiendo el puesto en la sociedad que todo género merece, ni tampoco llamaba la atención colectiva sobre el mayor obstáculo que sigue, hoy por hoy, enfrentando la comunidad homosexual como es el de la discriminación.
No había en esta inmensa colectividad que se comportaba de manera desenfrenada ninguna apelación a la batalla por la identidad de género, un tema que no ha dejado de debatirse en el seno de gobiernos e instituciones, no aparecía una polémica contundente sobre la identidad sexual y la educación, no había apelación a la diatriba presente en los idiomas para calificar la escogencia de una identidad de manera libre.
Todo se circunscribía a un comportamiento colorido de rebaño, desfachatado, exagerado e histriónico que dejaba un mal sabor en la boca a quienes consideramos que este sí que es un tema trascendente y sobre el cual aún quedan unas cuantas batallas por librar.