El debate en torno a los procesos de polarización a veces omite que los clivajes que producen las condiciones materiales de existencia no siempre tienen un correlato político lineal, previsible. O que la base estructural y de identidad sólo acumulan potencial de movilización cuando hay una base organizativa que las aprovecha. El caso venezolano da fe de ello, sin duda. La evaluación negativa de la gestión de Maduro tiende a tocar topes escandalosos (81% para nov-2020, según Datincorp); pero como muestran también los mismos sondeos, tal alineación no necesariamente muta en confianza y apoyos a favor de la dirigencia opositora. Siguiendo a Stein Rokkan: sin una politización de esa fractura profunda que separa a los grupos de una sociedad -politización traducida en efectiva representación de intereses- no habrá mayoría con capacidad de introducir transformaciones estructurales en el sistema.
Para efectos del cambio pacífico al que el demócrata debe/puede aspirar, el problema que de allí se deriva no es nuevo, ni simple. ¿Cómo convertir una multitud dispersa y sometida por la precariedad en mayoría políticamente útil? ¿Cómo enlazar la lucha por reivindicaciones sociales con la brega política contra el autoritarismo? ¿Cómo conectar los problemas de la gente, la atención de las urgencias de la sociedad civil con la razón de ser de líderes y partidos, esa legítima aspiración de acceder al poder?
Por eso, aunque nutrida por lo social, la labor integradora de lo político tiene pulso propio. Historias como la de Polonia, el salto de Solidaridad desde la arena de la lucha sindical a la del partido, por ejemplo, sirven para ilustrarlo. Las huelgas de astilleros de Gdansk en país sometido por el yugo soviético y con gremios profesionales controlados por el Estado; con una iglesia que se hizo cada vez más influyente y grupos de intelectuales que iban surgiendo y engrosando el movimiento social; todos elementos que abonaron a la transición de 1989, una vez que aquellos enviones fueron acoplados por la conducción de un despabilado liderazgo.
No fue este un salto súbito, en fin. Tampoco una maniobra libre de caídas, tanteo y virtuosismo. A las jornadas iniciales de protestas por el alza de los precios siguió un creciente proceso de organización impulsado desde las bases; esto en el marco del inicio y fin de sanciones internacionales, y una liberalización de la economía que el gobierno ensayó, pero que no remedió el estancamiento político. La hora fue entonces propicia para plantear negociaciones enfiladas a elecciones (sub-óptimas, pero posibles) que abrieron espacios para reformas progresivas. Una política del “zig-zag”, a decir de Jane L. Curry; de idas y venidas hasta que “la virtù que nace de la ocasión” (Maquiavelo) selló el casorio entre las demandas de lo social y la labor articuladora de lo político.
Lo descrito abunda en méritos que en Venezuela se han ido esfumando. Preocupa distinguir acá una ciudadanía cada vez más distanciada de la oferta del liderazgo político, y un liderazgo que a su vez luce casi catatónico, divorciado de su misión, incapaz de ubicar el siguiente escalón.
Desleídos tanto por causa de la tenaza autoritaria como por crisis internas acumuladas y evadidas, los partidos siguen acuciados por los mismos dilemas estratégicos. ¿Negociar o esperar a que el colapso produzca el quiebre? ¿Participar o abstenerse? ¿Usar las elecciones viciadas como vía para crear condiciones que no existen, o supeditar la participación a los efectos de una presión incierta? ¿Cooperar con sentido pragmático para contrarrestar el raquitismo de las partes, o seguir levantando barricadas que separen a la “oposición verdadera” de la “falsa”? ¿Ganar gobernaciones para habilitar alguna mínima interlocución entre una población castigada y un Estado indolente, o abandonar a priori la tarea por el “coco” de los protectorados? ¿Fomentar confianza en virtud de la capacidad para impulsar mudanzas institucionales, o renunciar a la zona de oportunidad mientras Maduro siga en el poder?
Mientras persiste nuestro atasco político, sectores de la sociedad civil no dejan de alzar sus voces, de movilizar clivajes para visibilizar la exigencia razonable: la necesidad de atender en lo inmediato a una población víctima de la privación. Condicionar tal atención a la resolución de la crisis política equivaldría, según ilustra Luis Vicente León, a “rescatar a un cadáver”. Sí: lejos de ser una abstracción, como una vez escribía Jorge Luis Borges, esa “masa de oprimidos y parias” habla de individuos mortales y sufrientes. Temas como la vacunación masiva contra el Covid-19 obligan a los actores internos y externos a facilitar acuerdos urgentes. Un ejercicio puntual de toma y daca, de paso, que quizás generaría ventajas para una puja por acuerdos integrales.
De modo que esa gestión pinchada por la supervivencia y por tanto impensable fuera del corto plazo, debería ser vista como parte de un trabajo mucho más amplio, la articulación que sólo prosperaría en el mediano-largo plazo. A eso remitiría el exhorto a “volver a hacer política” que desde la sociedad civil se extiende a los responsables de tales menesteres. En atención a este criterio no caben “batallas definitivas”, sino la faena que, en sensible sintonía con los tiempos de lo social, avanza con tenacidad, astucia, foco.
Hay que saber distinguir entre aquello que pide un “alto al fuego”, la pacificación de la escisión, en fin, y lo que se nutre de la fractura éticamente aprovechable para la movilización/participación colectiva, la lucha agonista por el poder. Asimismo, los nuevos desafíos exigirán recomponer fuerzas no para aspirar “ya” al “todo” -lo contrario sería apelar a un optimismo candoroso- sino para poder impulsar con éxito una transformación sostenida y profunda del estado de cosas. He allí una dinámica de intervención virtuosa de lo social que sin los apoyos de una ciudadanía física y espiritualmente solvente, por cierto, difícilmente eludirá la cuneta del eterno retorno.
Por: El Espectador de Caracas con información de: miamimimundo.com