No tiene piernas
Escucho sus gritos mientras corren de un lado al otro para resguardarse de las bombas del cinismo; siento su desesperación y entraño su agonía; no hay distracción que me permita dejar de pensar en sus niños estupefactos de miedo; se estremece la tierra, el estruendo de la crueldad es ensordecedor; cercano, a tan solo metros, una voz ronca gime: “¡Está descuartizado! ¡No tiene piernas! ¡Dios mío! ¡Dios mío!”.
@tovarr / El Nacional
Tengo a mis dos hijos guardados en mi regazo, no quiero que el salpicar encendido de astillas de plomo se incrusten en su piel tensa y abotonada, que tiempla.
Me percato de que el espanto me paraliza.
Aprieto los párpados
Sé que los presidentes de Alemania, Francia, Inglaterra y especialmente Estados Unidos no nos dejarán solos. Es impensable. Somos aliados, somos Europa. Otra bomba cae en la vecindad, el parque de mis niños y de tantos otros niños, sus columpios, sus toboganes, sus sube y baja, están carbonizados, un cráter oscuro que aún humea dibuja una negrura solo semejante a la observada mientras –de pánico– cierro los ojos.
Todo es negro mientras aprieto los párpados, no quiero ver, no quiero sentir, a cada estallido y estremecimiento mi mirada se torna roja resplandeciente.
Todo tiembla: mis hijos, la tierra, el edificio, yo.
La mueca del Hitler
Solo abro los ojos para saber si mis hijos siguen vivos. ¿Por qué no llegan los aviones europeos para defendernos? ¿Qué pasa con nuestros aliados norteamericanos? Vladimir Putin, la mueca de Hitler, debe saber que el mundo no permitirá su conquista. Ya suficiente daño causó en Siria, Venezuela, Nicaragua y Cuba, no le permitirán seguirlo haciendo. Mis hijos siguen vivos pero todo a mi alrededor muere. Otra explosión. Nadie llega. Estamos solos.
Me alcanza la sangre, la siento correr desde un costado de mi cabeza y fluye por el cuello hacia el pecho. Estoy ensangrentada, el dolor es insoportable. ¡Auxilio!
Mis hijos lloran despavoridos, sus rostros sangran.
La sangre es mía
Enjuago desesperada sus caritas, el derrame está ahí, intento descorazonada rescatar la blancura de sus cachetes, escarbo, saqueo, reviso, busco heridas, no las encuentro. La sangre es mía, ¿ellos son mi sangre? El dolor de cabeza es inaguantable. Mi hija grita aterrada: “¡Mami, tu oreja!” Intento entender su visión, me ausculto, hay una hendidura donde antes había un oído, no oigo, un silbido agudo me sacude. Creo que me voy a desmayar, aprieto a mis hijos, pierdo fuerza.
En la radio escucho al presidente Volodimir Zelenski decir: “Nos dejaron solos, el país más poderoso del mundo mira desde la distancia”.
Me siento huérfana de civilización.
El país rendido
El cuerpo me pesa un montón, creo que estoy a punto de morir. ¡Dios, mis hijos! Morir en estas circunstancias es incomprensible, ¿qué hice yo para merecer este espantoso destino? ¡Dios, mis hijos! La rabia se anuda en mi garganta con la tristeza. No sé si vociferar o llorar. Pienso en Joe Biden huyendo de Afganistán, de Venezuela y ahora de Ucrania. Estados Unidos es un país rendido, vive su decadencia. La vicepresidente es una mujer, ¿de qué sirve que lo sea si no le interesan mis hijos ni los hijos del mundo?
Putin avanza, comienzo a delirar, veo jardines, veo flores, veo colores, veo luz, mis hijos me arrastran, piden ayuda, no entiendo el porqué, yo sonrío.
Me desmayo después de un largo y hondo suspiro.
¡Rusos, váyanse al coño de su madre!
Creo que despierto, veo a mis vecinos, los escucho decir: “¡Vas a estar bien!” Detrás mis hijos lloran al mismo tiempo que sonríen. Algo los alegra. No sé qué sea. Intento hablar pero no puedo hacerlo, el nudo de rabia y tristeza que aprieta mi garganta lo niega. La voz dice: “¡Ha revivido! ¡Vivirá!” Me alegro intuitivamente, hablan de mí. ¿Viviré? No lo sé si se puede vivir en una nación invadida. Alguien grita: ¡Rusos, váyanse al coño de su madre!
Otro estruendo hace temblar la tierra, todo se estremece, la invasión rusa –otra vez– nos alcanza y ciega. Todo se nubla y oscurece. No veo a mis hijos. No veo nada.
Tengo que resistir, resistiré…