Un cuento de Guy de Maupassant, “Boule de suif”, retorna a la memoria por estos días. La historia de una mujer francesa que junto a nueve compatriotas huye de Ruán, ciudad ocupada por las tropas prusianas en 1870, desliza algunas metáforas que ilustran las presiones de la opinión general.
Era Isabel Rousset “una de las que llaman galantes”, meretriz “famosa por su ensanchamiento prematuro que le valió el nombre de ‘bola de sebo’”. Moza capaz de compartir su vianda con quienes la desprecian; generosa y leal a la causa del Emperador Napoleón III. Rumbo a Dieppe, el encuentro con el enemigo impone un giro trágico. Los viajeros no podrán seguir su camino a menos que Isabel pase la noche con un oficial prusiano. Ante su negativa rotunda y patriótica, los paisanos celebran. Pero el encierro y la desesperación van matizando los pareceres. De aplaudir su heroica actitud pasan a exigirle el sacrificio, por el “bien de todos”. Isabel traga grueso, y accede. Al día siguiente todos son liberados. Pero quienes antes auparon su inmolación, no quieren ni mirarla. Ya en la diligencia, todos comen mientras ella, desprovista de pan y certidumbres, llora sin pausas. A su lado Cornudet, cínico revolucionario, tararea “La Marsellesa”.
Así la opinión pública, voluble y acomodaticia, puede volverse verdugo implacable. Al vaivén de percepciones y expectativas que concurren al debate -más en tiempos de vértigo digital, de menoscabo del lenguaje y las ideas- cuesta seguirle el paso, atender sus corcoveos. Hoy creo esto, mañana no; hoy ensalzo a aquel y mañana lo aniquilo. Bestia de mil cabezas, cada una hablando idioma distinto, aunque paradójicamente sintonizadas. También, en otros momentos, puede irrumpir como bloque de representaciones petrificadas y en franca pelea con la evidencia, cuya transformación para fines políticos demanda logos, ethos y pathos en sensible pero resuelta dosificación.
En Venezuela, el tema cobra relevancia a las puertas de la campaña electoral. La tiranía social de la que habló John Stuart Mill, esa voz de sectores influyentes que se infiltra en el entramado social y sofoca el alma de los individuos, es tan peligrosa como la opresión de los gobiernos, dice. En medio de la selva de prejuicios, credos y (re) sentimientos largamente cultivados, al político le corresponde avanzar, sin duda. No para amoldarse dócil a los meandros, sino para señalar valientemente otros caminos cada vez que haga falta. La batalla política consiste entonces en inclinar esa balanza a favor de su causa, no al revés. No dejarse arrastrar por climas de opinión ni ser tragado por la espiral del silencio, contrabandeando propias posturas entre las mayoritarias por miedo a lucir disonante; sino atreverse a desafiar las modas, la banalidad, los arrebatos que dotan a ciertos abismos de diabólicos atractivos.
La vuelta a la vía electoral de sectores comprometidos por años con la abstención introduce conmociones en ese paisaje. No es para menos, claro. Trajinar con mudanzas súbitas, extirpar una creencia o desprenderse de la abstracción que se abrazó con intensidad, acarrea ansiedad, miedos profundos, una melancolía que puede lucir inmanejable. Las lágrimas de “Bola de sebo” también hablarían de esa despedida, la consciencia del ideal roto; el dolor íntimo por gestionar. Asimismo, pasar de una percepción a otra, encaminar una opinión latente hacia una debatida, consensuada y proclive a la acción política que se persigue; crear y ensanchar esa “segunda zona” de aceptación de nuevas opiniones (Mucchielli), pide tiempo y diligencia.
Señala Vincent Price que, aun cuando la opinión pública responde a un proceso colectivo, es justo atar su funcionamiento a dinámicas de cognición particular de los individuos, más allá del contagio emocional que empuja a adoptar una opinión u otra: votar o no, por ejemplo, y por quién hacerlo. Para Irving Crespi, por otro lado, la opinión pública “aparece, se expresa y desaparece como parte de un proceso tridimensional en el que las opiniones individuales se forman y cambian”. Esa fuerza expresiva de juicios colectivos se asocia con “transacciones entre individuos y sus ambientes, la comunicación entre individuos y las colectividades que les acogen, y la legitimación política de la fuerza colectiva emergente”. En cada uno de esos espacios, sobra decirlo, el liderazgo -las autoridades cognitivas, afina Sartori- juega rol vital.
Propiciar el salto, rehabilitar ese equilibrio que debe invocar el mensaje político, obliga a detenerse con algún detenimiento en esos individuos acogotados por sus pérdidas, en fin. Pero también supone retar la intransigencia que a favor de dogmas, ofuscaciones y falacias la misma élite política validó, y que ahora embiste como un bumerang. De aquí al 21N el tiempo luce apretado para mitigar el costo de haberse dedicado a “dibujar ficciones”, por cierto. Pero por algún lado hay que empezar. El ethos democrático seguro se beneficiará de cada acto que ataje el envión despiadado de la tribu.