Conocidas son las prácticas de las autocracias más longevas y confesas en las que se accede al poder sin elecciones libres, competitivas ni directas, para ejercerlo de modo absoluto y abiertamente opresivo ante disidentes y traidores, porque la oposición no es admisible. Su ejercicio arbitrario se escuda ante el mundo con razones de seguridad y soberanía. Para protegerse, sus políticas externas desafían el derecho y las instituciones internacionales. Corea del Norte, China y Cuba, así como Arabia Saudita y los Emiratos Árabes Unidos son muy visibles ejemplos de ese modo de asumirse, sin contemplaciones ni remordimientos. Lo son también los sistemas postsoviéticos en Bielorrusia, Kazajistán, Turkmenistán y Uzbekistán, así como el de la junta militar en Myanmar-Birmania, entre otros más recientes.
Otros regímenes con gobiernos de origen electoral, aunque crecientemente autoritarios en su ejercicio, se han caracterizado por su interés en preservar cierta legitimidad internacional. Han mantenido procesos electorales, si bien con decreciente integridad, y limitado en lo posible, cada vez menos, el desbordamiento de sus prácticas represivas. A la vez, han trabajado en foros internacionales para evitar, obstaculizar o descalificar denuncias, escrutinios y medidas, particularmente en lo concerniente a derechos humanos y corrupción.
El caso es que en los últimos años y muy visiblemente en medio de los grandes desarreglos geopolíticos, económicos, ambientales y pandémicos globales, no solo se aproximan los modos autocráticos de ejercer el poder nacionalmente y los discursos para protegerse y reafirmarse, sino que también se alimentan estrategias extremas con disposición a cargar con sus consecuencias en legitimidad, legalidad y sanciones internacionales. Es este el tema de un ensayo reciente de Kenneth Roth, director de Human Rights Watch, quien argumenta sobre el alejamiento de las formas democráticas cada vez más descuidadas por regímenes como los de Rusia, Bielorrusia, Turquía, Hungría, Egipto, Uganda, Venezuela y Nicaragua. En estos casos el ejercicio de represión y de medidas de control político ha sido la respuesta asumida ante las protestas y la impopularidad, el fundado temor de perder elecciones y la necesidad de demostrar capacidad y disposición a mantener el control político a cualquier costo. Es más, como bien lo advertían las más respetables organizaciones internacionales y no gubernamentales cuando se iniciaban las medidas restrictivas ante la pandemia, estas fueron oportunistamente aprovechadas por regímenes autoritarios o en proceso de autocratizarse para reducir espacios de democracia.
Ahora bien, centrando el pensamiento en Venezuela, es tentador y comprensible dejarse llevar por lo que parece una tendencia consolidada, sin que haya presión, elección ni negociación posible ni útil para revertirla. Sin embargo, hay razones para debatir el diagnóstico y poner en duda lo determinante del pronóstico.
La difusión autoritaria, sus desbordamientos represivos –en varios casos más allá de sus fronteras– y la degradación de la integridad de los procesos electorales son innegables, en general y en cuanto a Venezuela. Pero conviene tener en cuenta que la pérdida de legitimidad internacional resta confianza, seguridad y transparencia en el trato, incluso entre apoyos autoritarios, que también llevan sus cuentas. La fuente de la ilegitimidad no son solo las elecciones presidencial y legislativa sin integridad, sino que derivan del modo de ejercer el poder: irrespetando el Estado de Derecho a la vez que principios y normas del derecho internacional. Esto es fuente de inseguridad jurídica, para tirios y troyanos. La concertación en la presión y la persuasión internacional democrática –que ahora conjuga como nunca los esfuerzos de Estados Unidos y Europa, y ojalá que sume un más franco y decidido apoyo de democracias regionales– tiene en esa necesidad de legitimación un punto de apalancamiento para su presión y persuasión.
En materia de elecciones, sabido es que los nuevos o renovados autoritarismos las han sabido utilizar para legitimarse y ganar control, pero cuando temen perderlas van restringiendo libertades y haciéndolas menos competitivas, pero sin dejar de convocarlas. Con todo, aún en situaciones de segura represión, la movilización electoral ha sido pensada por los demócratas como uno de los pocos canales que tienen para movilizar y evidenciar oposición, alentar y fortalecer su organización. También para desafiar políticamente al poder, incluso en situaciones de extrema manipulación electoral y sin perspectivas de reconocimiento de su triunfo. Recordemos a Svetlana Tijanóvskaya y a Alexei Navalny como movilizadores que han reactivado dentro y fuera de sus países la denuncia y las respuestas ante la opresión. Del mismo modo, pensemos en la oposición nicaragüense, en su lenta recuperación, ahora ante la descarada represión de la que es objeto en la cercanía de elecciones presidenciales: mientras tanto, el propio régimen sandinista –que ya tanto se parece al somocista– se atrinchera, se ilegitima y obstaculiza sus apoyos externos.
En Venezuela, las elecciones regionales y locales son un proceso de peculiar escala, con su propia complejidad, entre riesgos pero también oportunidades que conviene valorar y aprovechar para fortalecer la capacidad de resistencia democrática.
La aceptación de diálogos, más bien negociaciones con mediación internacional (aun en su más amplio sentido de facilitación), habla de la necesidad de los regímenes autoritarios, en primera y fundamental instancia, de calmar ánimos adentro, mejorar su imagen externa y disminuir la presión internacional. Son muchos los ejemplos, desde Managua hasta Minsk, en años recientes. Venezuela tiene los suyos, en Caracas, República Dominicana, Oslo-Barbados. A pesar de todo esto, o más bien porque se sabe que así es, la disposición a negociar revela las habilidades, pero también las necesidades del régimen. Sobre esto último, no hay que olvidar que los autoritarismos aprenden unos de otros y se apoyan, pero también que no son ni se tratan como iguales. Venezuela no es Rusia ni China, no cuenta con su apoyo incondicional, es para cada uno de ellos parte de su tablero geopolítico y a ambos, con sus diferentes razones y estrategias, les favorecería la normalización de la situación venezolana. Las negociaciones que se reinician son importantes, aunque den pocos frutos inmediatos, y exigen mucho de la representación democrática, por el interés del régimen en internacionalizarlas y extenderlas, por la presión del tiempo y por el peso de sus apoyos democráticos internacionales en el manejo de incentivos y garantías.
En suma, volviendo al inicio: la multiplicación mundial de desbordamientos autocráticos represivos no debe interpretarse, sin más, como comprobación de similitudes y alianzas, fortaleza e invencibilidad autoritaria. Más bien conviene examinar las fragilidades de legitimidad y eficiencia que hay detrás de decisiones, políticas y estrategias que generan consecuencias indeseables dentro y fuera de esos países. Allí los demócratas y las democracias tienen la posibilidad, cuando no la responsabilidad, de identificar oportunidades, sumar voluntades, desarrollar recursos, ampliar espacios y renovar organización y estrategias.
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