Cuando se habla de países como la República Checa (algunos siguen hablando de Checoeslovaquia), Austria, Hungría u otros tantos más, se olvida que, en un determinado momento histórico, formaron parte del Imperio Austrohúngaro, llamado oficialmente, Monarquía Austrohúngara. Es más, al hablar de Europa, se cree que el continente europeo siempre ha sido igual, con los mismos límites, los mismos países, las mismas fronteras.
Su nombre, Europa, lo hereda de la mitología griega. Era una princesa fenicia de origen argivo -ciudad griega del Peloponeso- que fue secuestrada por Zeus. El mito relata que fue raptada por Zeus transformado en un toro blanco, quien la llevó a Creta sobre sus lomos.
Recordemos el mito. Europa, hija del rey Agenor, fue vista por Zeus, quien, conocido por lo enamoradizo, se prendó de la joven y para acercase se transformó en un hermoso toro blanco. Al principio, la doncella tenía temor del animal, pero se fue acercando hasta que se montó sobre su lomo. Este acto le permitió a Zeus emprender una carrera y llevársela por el mar hasta Creta, “donde el dios y la mortal se unieron a la sombra de unos árboles que, en recuerdo de dicho acontecimiento, nunca perderían sus hojas”. Allí concibió con ella tres hijos, y al darla en matrimonio a Asterión, rey de Creta, este adoptó los hijos de Zeus. El toro se transformó luego en una constelación y pasó a formar parte del Zodíaco.
Este mito ha contado con numerosas representaciones en el arte, como es el caso de El rapto de Europa, de Tiziano, ca. 1560. Museo Isabella Stewart Gardner de Boston. Rapto de Europa, Veronés, 1580, Palacio Ducal de Venecia. Rapto de Europa, Pedro Pablo Rubens, 1628-29, Museo del Prado, Madrid. Rapto de Europa, Jacob Jordaens, 1615-16, Gemäldegalerie, Berlín. Rapto de Europa, François Boucher, 1747, Museo del Louvre, París. Rapto de Europa, Rembrandt, 1632, J. Paul Getty Museum, Los Ángeles. El rapto de Europa, Francisco de Goya, 1772, por nombrar algunas de esas famosas obras que inmortalizaron el mito, sin olvidar la escultura Rapto de Europa de Botero, en Barajas, Madrid.
Europa, como continente, como lugar, como idea, surge de la confluencia de tres raíces: una raíz griega, ateniense; otra, hebraica; y la tercera, romana. Es imposible pensar en Europa sin relacionarla con la simiente cristiana, traída desde lejanos territorios por Pablo de Tarso; pensar en Europa es imposible sin América; pensar Europa no es posible sin traer a la mente aquello que fue una renacida esperanza de concretar la utopía cristiana.
¿Cómo percibimos Europa? La conceptuamos como una unidad, compacta; y, sin embargo, su Historia está marcada por grandes fisuras: Oriente-Occidente. La segunda gran fractura está representada por la conquista musulmana de la orilla sur y su presencia significativa en territorios de la costa norte, fractura que se prolonga desde Arabia a Hispania. Sigue el gran Cisma de 1504. La cuarta no es otra que la división entre la Europa del Norte protestante y la Europa del Sur latina y católica, es decir, Reforma-Contrarreforma. Esta lucha, muy lejos de poder calificarse como pacífica, deviene en cuantiosas guerras; y, se considera que la más nociva, ya que ocasionó una gran devastación sobre toda Europa, es la Guerra que se conoce como la Guerra de los treinta años, 1618-1648; al finalizar la contienda, comienza la aparición de los Estados Nacionales, los cuales han venido gestándose desde hace un siglo (Estas fisuras pueden leerse detalladamente en un fabuloso artículo de Santos Castro Fernández).
Y la quinta fisura, a decir, de Castro F., es la más importante y cuestionadora de Europa. Se da con la Primera Guerra Mundial. Esta Primera Guerra Mundial es el resultado de diversos sucesos que venían ocurriendo, que fueron ejerciendo una enorme presión de carácter bélico. Confluyen problemas de relaciones internacionales, los choques entre los imperialismos, la creciente xenofobia que invade el territorio europeo, “un nacionalismo exacerbado y contagioso, el militarismo que invade las Cancillerías, el espíritu colectivo que desea un acontecimiento que pulse los sentimientos, el ansia de revancha, la oportunidad de dibujar un nuevo mapa europeo, en definitiva, tantas y tantas causas que actuaron en el subsuelo, aunque la chispa fueran dos disparos en Sarajevo que acabaron con la vida del Archiduque Francisco Fernando, heredero del Imperio Austrohúngaro”.
Y, así retorno al inicio del artículo, al Imperio Austrohúngaro. Al finalizar la Gran Guerra (28 de julio de 1914 – 11 de noviembre de 1918) Europa se desdibuja. El mapa queda alterado profundamente. Cuatro de los grandes imperios firmaron en ese momento su acta de defunción. Ellos fueron el imperio alemán, el austrohúngaro, el ruso y el otomano.
Al darse por concluido el conflicto bélico, la llamada Conferencia de Paz de París se dio a la tarea de determinar cuáles serían los límites del continente europeo. Fueron cinco los tratados de paz, acuerdos firmados entre los victoriosos de la Guerra, si se puede hablar de victoria, y los derrotados: Tratado de Versalles con Alemania; Tratado de Saint-Germain con Austria; Tratado de Trianon con Hungría, Tratado de Neuilly-sur-Seine con Bulgaria y Tratado de Sèvres con el Imperio otomano.
Por solo recordar uno de los más trágicos desmembramientos, hablemos, por un momento, del Imperio Austrohúngaro. Considerado como un crisol de nacionalidades, se fragmentó en varios estados; reconoció como Estado sucesor a Austria, mientras que surgieron nuevos Estados: Hungría, Yugoslavia y Checoslovaquia.
Por su parte, Austria quedó constituida por la gran colectividad de las regiones de habla alemana del imperio, aun cuando algunas de esas comunidades germanohablantes permanecieron fuera del territorio austríaco. Vale la pena recalcar que en el Tratado de Saint-Germain-en-Laye había un transcendental punto que imposibilitaba el Anschluss (palabra alemana que, en un contexto político, significa «unión», «reunión» o «anexión») entre Austria y Alemania. Para todos es conocido cómo termina este desmembramiento.
La Europa de 1914 sufre los siguientes cambios fronterizos: “Francia recuperó Alsacia y Lorena; Italia se hizo con el Tirol meridional; Polonia renació a costa de territorio austriaco, ruso y alemán; Rumanía se anexionó buena parte del territorio húngaro; Serbia se hizo con una parte importante del territorio austrohúngaro, además de Montenegro, lo que daría lugar a Yugoslavia; Grecia tomó el sur de Bulgaria y partes de Turquía, aunque después perdió estas últimas; Austria y Hungría se separaron; nació Checoslovaquia, además de una serie de breves repúblicas en el antiguo Imperio ruso que acabarían siendo anexionadas por la URSS, con la excepción de Finlandia”. Estos datos fueron tomados de https://elordenmundial.com/mapas/cambios-fronteras-europeas-1914-2020/, página que los invito a visitar y ver los mapas en colores. Es de gran ayuda.
Antes de finalizar el Siglo XX, ocurrieron nuevos cambios en el mapa de Europa. La Segunda Guerra Mundial; la caída del muro de Berlín, que trajeron consigo la desintegración de la URSS, Yugoslavia y Checoslovaquia, y la reunificación de Alemania.
Hago este recordatorio, porque, a veces, a los europeos se les olvida su propia historia. Me vienen a la mente unas palabras de Gabriel García Márquez de su discurso cuando recibió el Premio Nobel, 1982, con las cuales quiero cerrar el artículo: «Tal vez la Europa venerable sería más comprensiva si tratara de vernos en su propio pasado. Si recordara que Londres necesitó 300 años para construir su primera muralla y otros 300 para tener un obispo, que Roma se debatió en las tinieblas de incertidumbre durante 20 siglos antes de que un rey etrusco la implantara en la historia, y que aún en el siglo XVI los pacíficos suizos de hoy, que nos deleitan con sus quesos mansos y sus relojes impávidos, ensangrentaron a Europa con soldados de fortuna. Aún en el apogeo del Renacimiento, 12.000 lansquenetes a sueldo de los ejércitos imperiales saquearon y devastaron a Roma, y pasaron a cuchillo a 8.000 de sus habitantes (omissis). Pero creo que los europeos de espíritu clarificador, los que luchan también aquí por una patria grande más humana y justa, podrían ayudarnos mejor si revisaran a fondo su manera de vernos. La solidaridad con nuestros sueños no nos haría sentir menos solos, mientras no se concrete con actos de respaldo legítimo a los pueblos que asuman la ilusión de tener una vida propia en el reparto del mundo. América Latina no quiere ni tiene por qué ser un alfil sin albedrío, ni tiene nada de quimérico que sus designios de independencia y originalidad se conviertan en una aspiración occidental».
Europa sin América, queridos europeos, no es Europa. Acaben de entenderlo de una vez por todas.