Una de las asociaciones más comunes y conocidas en la larga historia de la política es la relación proporcional entre ilegitimidad y represión. Quien tiene pueblo y legitimidad, dos de los elementos esenciales para la viabilidad y desempeño de cualquier modelo de organización social democrático, no necesita perseguir ni reprimir a los suyos. La combinación de pueblo y legitimidad le otorga al gobernante la “auctoritas” política para conseguir la obediencia social. Cuando hay carencia o déficit de ambos, la única opción para obtener acatamiento es el uso de la fuerza y el miedo.
Toda represión implica una acción intencional de la clase dominante para ejercer y preservar de manera indebida e injusta su poder, bien sea a través del uso de la violencia y el castigo contra quienes disientan, la negación de las libertades políticas, o la degradación de los derechos civiles y sociales de la población. Desde esta perspectiva multiforme, en los últimos años hemos sido testigos en nuestro país del crecimiento sostenido del uso de la represión como recurso de dominación social.
Para vergüenza de los venezolanos, el régimen que hoy les gobierna es hoy conocido en todo el mundo como el último prototipo del neogorilismo latinoamericano. Una rápida fotografía a la Venezuela de estos días nos muestra un país en estado generalizado de represión: represión sindical (miles de dirigentes perseguidos o bajo acusación por su actividad en defensa de los derechos laborales), represión mediática (limitaciones al acceso a la información, presión sobre comunicadores sociales, censura y cierre de espacios, monopolización progresiva de los servicios radioeléctricos), represión universitaria (intentos de eliminación de la autonomía universitaria, proletarización y depauperación del profesorado, ahorcamiento financiero a las instituciones académicas), represión económica (inflación sin control, disminución ostensible de la capacidad adquisitiva de los trabajadores, nuevo aumento de los niveles de pobreza), represión sanitaria (abandono de los hospitales, depauperación del personal de salud, discriminación política para el acceso a servicios básicos que garanticen la vida) y represión política (persecución y encarcelamiento de dirigentes, ilegalización de partidos políticos, inhabilitaciones a líderes), son solo algunas de las más evidentes expresiones coercitivas del decadente modelo de dominación que hoy explota a Venezuela.
Esta represión continuada y sistemática, a la que Fernando Mires llamó en una oportunidad la etapa del “gangsterismo político”, última fase de los modelos de dominación fascistas, ha llevado nuevamente al Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas a levantar su voz contra lo que ha denunciado como una “política de Estado” en Venezuela.
Este lunes 5 de julio, coincidiendo con el aniversario de la declaración de la Independencia, este organismo multinacional dio a conocer una actualización de su informe sobre la situación de los Derechos Humanos en el país. En dicho informe, el cual habla de “tratos crueles y restricciones a restricciones a libertades fundamentales” de los venezolanos, se documentan casos de muertes “presuntamente ocurridas en el contexto de operaciones de seguridad o de protestas que coinciden con los patrones de ejecuciones extrajudiciales previamente documentados”. De igual forma, y en lo referente al derecho humano básico a la integridad física y moral, la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (Acnudh) afirma que “continuó recibiendo denuncias creíbles de tortura o tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes, golpizas, descargas eléctricas, violencia sexual y amenazas de violación”, y que “los patrones previamente identificados de desapariciones forzadas y detenciones en incomunicación persistieron”.
Al igual que en el primer informe “sobre ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas, detenciones arbitrarias, y las torturas y otros tratos crueles, inhumanos o degradantes cometidos desde 2014 en Venezuela”, publicado en septiembre del año 2020, la Acnudh describe un panorama de represión generalizada pero, y eso es lo más alarmante y al mismo tiempo característico del modelo de dominación madurista, lo que se registra en Venezuela según la ONU son “patrones de violaciones y crímenes altamente coordinados de conformidad con las políticas del Estado” y que “parte de un curso de conducta tanto generalizado como sistemático, constituyendo así crímenes de lesa humanidad”.
Pero, más allá de su carácter criminal y cruel, la represión en el fondo es un síntoma muy elocuente y descriptivo de la fragilidad de quien la practica, porque el sueño de los gobiernos autoritarios es que la gente se rinda, psicológicamente se entregue y no haga falta entonces reprimir. En este sentido, tener que reprimir es una confesión, un reconocimiento de que no se ha podido quebrar a la gente ni mucho menos conquistarlas ideológicamente.
La represión es realmente un síntoma de debilidad. Cuando se agota la seducción, se recurre a la represión. Una cosa es que tú sepas enamorar a tu pareja a punta de inteligente seducción, y otra que la obligues a golpes y amenazas a estar contigo. El buen padre no necesita amenazar y golpear a sus hijos para que le hagan caso. Si recurre a esto, es que es muy débil en lo demás, y muy escuálido en confianza, credibilidad, autoridad y respeto.
Por ello, detrás del discurso altisonante y amenazador de los represores, de los lentes oscuros de los aparatos de terror, y de la exhibición impúdica de sus armamentos de poder, se esconde la cara oculta de la debilidad y el miedo. Ningún gobernante legítimo y con apoyo popular recurre a la represión. Con su autoridad basta. Sólo los jerarcas débiles necesitan reprimir, porque más allá de su capacidad de opresión sólo se asoma una estremecedora fragilidad. Por eso mismo ven conspiraciones, atentados y desestabilización donde los gobernantes serios sólo ven los necesarios disensos de toda sociedad plural.
Una de las formas más inteligentes e históricamente más eficaces de enfrentar la represión es desnudando su fragilidad subyacente. Como quien silba en la noche para tratar de compensar el miedo a la oscuridad, los represores gritan y amenazan mientras más miedo tienen. Miedo a que un poder con grietas de legitimidad y de pueblo se haga progresivamente más insostenible.