23 de noviembre de 2024 11:33 AM

Horacio Biord Castillo: Después de Carabobo

Era yo un niño de 9 años cuando en junio de 1971, pocos días después de la celebración del sesquicentenario de la batalla de Carabobo, fui con mi familia al Campo de Carabobo. Aunque conocíamos el monumento, queríamos ver los cambios y arreglos efectuados para efeméride tan señalada. Entre los nuevos elementos estaba el diorama, que realmente no recuerdo si alcanzamos a visitar ni cuánto tiempo estuvo disponible. Todo aquel ambiente, precedido por la estatua de Páez en la autopista hacia el monumento, me sorprendía. Mi madre, como profesora de historia, no dejaba escapar ocasión ni lugar para enseñarnos el pasado y reforzar nuestra conexión con el país y su historia, con los personajes y hazañas más representativas.

Años después el ejército venezolano adoptó como lema la frase “Volver a Carabobo” que, junto al lema de la Guardia Nacional “Trabajo, trabajo y más trabajo”, me hacía pensar en la vacuidad de ciertas expresiones. “Volver a Carabobo” podría significar el esfuerzo y el sacrificio por la construcción de un país digno, tarea en la que no siempre los militares han dado el mejor ejemplo. A ello se aunaba el sentido épico que me parecía, a mí como joven estudiante universitario interesado en problemas antropológicos, históricos y literarios, una mera declaración discursiva. La reiteración del trabajo en el otro lema alimentaba una duda civilista derivada de la tendenciosa percepción de los militares de ser ellos los únicos que trabajan por el país.

Cincuenta años después de aquella visita premonitoria al Campo de Carabobo, casi al borde de mi sexagésimo cumpleaños, siento ahora con más fuerza y preocupación lo que en algún momento pensé superado en la praxis venezolana: la manipulación de la historia y de los símbolos de la patria, el uso del pasado como legitimación de las acciones políticas del presente. Si bien ello ha sido una constante en la historia de la humanidad y de Venezuela, inquieta la fuerte carga ideológica y excluyente con que se ha hecho en los últimos años y que con motivo del bicentenario de la batalla de Carabobo podemos documentar en el discurso oficialista y, más específicamente, en un proyecto de comunicado del Consejo Nacional de Universidades en cuya aprobación el representante de la principal y más antigua institución universitaria del país, la Universidad Central de Venezuela, salvó su voto precisamente por el carácter propagandístico de la declaración (https://ucvnoticias.wordpress.com/2021/06/18/voto-salvado-ante-propuesta-acuerdo-homenaje-al-bicentenario-de-batalla-de-carabobo/).

En 1881 Eduardo Blanco publicó ese cantar de gesta o elogio de la independencia que es Venezuela heroica. Cuadros heroicos. La Victoria — San Mateo — Las Queseras — Boyacá — Carabobo, cuya segunda edición ampliada apareció en 1883. En las primeras líneas de la introducción el autor deja claro el propósito del libro: “Desde el sometimiento de la América á sus conquistadores, el estruendo de las armas y los rugidos sin estros de la guerra no despertaban los ecos de nuestras montañas.” (p. [vii]). Luego asevera que:

“Al grito de libertad que el viento lleva del uno al otro extremo de Venezuela, con la eléctrica vibración de un toque de rebato, todo se conmueve y palpita; la naturaleza misma padece estremecimientos espantosos; los rios se desbordan é invaden las llanuras; ruge el jaguar en la caverna ; los espíritus se inflaman como al contacto de una llama invisible; y aquel pueblo incipiente, tímido, medroso, nutrido con el funesto pan de las preocupaciones, sin ideal soñado, sin anales, sin ejemplos; tan esclavo de la ignorancia como de su inmutable soberano; rebaño más que pueblo; ciego instrumento de aquel que lo dirige; cuerpo sin alma, sombra palpable, haz de paja, seco al fuego del despotismo colonial, y sobre el cual dormia tranquilo, como en lecho de plumas, el leon robusto de Castilla; aquel pueblo de parias, transformose en un dia en pueblo de héroes. Una idea lo inflamó: la emancipación del cautiverio. Una sola aspiración lo convirtió en gigante: la libertad” (p. xi).

Y justifica su intención laudatoria al señalar que:

“núes-[/]tra propia historia apénas si era un libro en blanco y nadie habria podido prever que, no mui tarde, se llenarian sus páginas con toda una epopeya.

En cambio, adoptábamos como nuestras las glorias castellanas. Era éste un consuelo, no una satifaccion.

Para los pueblos todos, vivir sin propia gloria equivale a vivir sin propio pan; y la mendicidad es degradante.

El Cid, Gonzalo y Don Pelayo eran los héroes de todas las leyendas. La conquista de Granada, el poema por excelencia: nuestros padres lo sabian de memoria. Como se ve, la poesía del heroísmo nos venia de allende los mares” (pp. vii-viii).

En la sección correspondiente a la batalla de Carabobo, Blanco asevera que:

“Un mar de sangre separaba la América española de su antigua y pertinaz dominadora; intentar siquiera atravezar sus encrespadas ondas, era entrar en gran riesgo de perder con la vida la honra, áun más preciosa, para quienes rendian al honor y á la patria un culto reverente. Placentero es repetirlo, y repetirlo con satisfacción: los halagos de España no encontraron cabida en uno solo de los sostenedores de aquella lucha homérica” (p. 201).

La comparación con la Antigüedad es una constante a lo largo del libro: hacer paralelismos entre la independencia venezolana y los personajes de la mitología griega, elevando así a los héroes y próceres de la independencia a una categoría mitológica de semidioses.

En 1883, con motivo del centenario del nacimiento del Libertador, Vicente Tejera escribió un largo poema épico, con dedicatoria a Guzmán Blanco, con el título de “La Boliviada”. Se trata de una alegoría centrada en la batalla de Carabobo como epítome glorioso de la vida de Bolívar y la transición entre el pasado ominoso de la colonia y la destrucción del mundo prehispánico (representado en el poema entre otras figuras por Guaicaipuro) y la nueva Venezuela libre, dispuesta a hacer justicia gracias a la contribución sobrehumana del Libertador, cuyo nombre ya es garantía de bondad y rectitud en el imaginario del poema.

No en balde muchos intelectuales venezolanos han repudiado ese culto desmedido e ilógico a la figura de Bolívar; no por la innegable importancia de su obra y de su pensamiento sino por la actitud y visión simplista de tantos escritores, historiadores y políticos de diverso cuño, militares y civiles. Además de criticar la interpretación heroica de Bolívar y de la independencia, se cuestiona la invocación justificadora de Bolívar y la celebración militarista en ello implicada. Entre otros, Germán Carrera Damas, Arturo Uslar Pietri, Luis Castro Leyva y Elías Pino Iturrieta, para solo recordar a unos pocos historiadores y pensadores, han advertido sobre los riesgos de ese Bolívar que termina convertido en una mampara, como la catalogué en alguna ocasión (Biord 1983).

Carrera Damas (1961) advirtió en su introducción a la Historia de la Historiografía Venezolana sobre el exagerado culto al héroe, el énfasis excesivo en la historia militar y, como corolario de ello, la dedicación exagerada y de manera poco analítica a la independencia, vista entonces como edad áurea de la patria. De hecho, los estudios aparecidos hasta la fecha de la edición en su mayoría constituían panegíricos. Todo ello me lleva a pensar en cuán poderosos símbolos parecen resultar las insignias militares que tanto han movilizado a este país: trajes, charreteras, gorras, medallas, espadas y demás complementos de la indumentaria castrense. Quizá en su simbología yazgan otros significados, como el poder y su ejercicio, las prerrogativas y ventajas derivadas del uso de la fuerza, la violencia y el terror. Ello ayudaría a entender la pervivencia de símbolos militaristas a pesar de los desmanes cometidos por las fuerzas armadas, gobiernos y gobernantes militares, inseparables de fenómenos reiterados de autocracia y autoritarismo. Un ejemplo de ello es la fascinación y el regocijo con que se designa “comandante” a los tenientes coroneles, rango menor en la jerarquía castrense.

Entender esa simbología no es un punto menor para la comprensión total de Venezuela y de lo venezolano. ¿Qué y por qué el militarismo atrae a tantas personas? Más allá del discurso y el enfoque militarista de la historia debe haber otros elementos subyacentes que nos toca desentrañar para entendernos mejor y hacer los correctivos necesarios con vistas a construir sobre esa base un país más libre, digno, justo y menos dependiente de funcionarios armados. Tal vez los trajes militares uniformen diferencias individuales y grupales, el color de la tez que continúa siendo una pesadilla a pesar de las prédicas democráticas en nuestros países. Racismo y discriminación, política y venganza, resentimiento y odios sociales perviven como elementos constitutivos de las percepciones de nuestras realidades. En ese sentido, actúan como premisas inconscientes o no, pero del todo inadecuadas, para consolidar un proyecto de país. Dicho esto, también es necesario considerar que la superación de las causas de tales asociaciones simbólicas constituye también una tarea pendiente para nuestro país, sus pensadores y dirigentes.

En un artículo reciente, el doctor Carlos Cruz (2021), presidente de la Academia de la Historia del Estado Carabobo, señalaba que tras haber celebrado conjuntamente con diversas instituciones (como la Academia Nacional de la Historia, la Universidad de Carabobo y en especial sus postgrados en Historia, con el apoyo de otras instituciones regionales) conferencias y seminarios de revisión sobre la batalla de Carabobo emergía una clara conclusión: el desconocimiento o conocimiento incompleto, en todo caso, de muchos aspectos. Esto es una advertencia de gran pertinencia. Del discurso laudatorio al estilo de Eduardo Blanco en Venezuela heroica, escrito hace casi siglo y medio, debemos consolidar un discurso analítico y comprensivo en el que habrá muchos matices y claroscuros. No se trata de restarle importancia y significación a una batalla que selló la independencia política de Venezuela y de la República de Colombia, de la que Venezuela formaba parte, sino de entenderla como parte de un proceso más complejo. Aunado con ello persiste la necesidad de reevaluarnos como país.

Hace unos pocos años, en un artículo titulado “Sentido y alcance de los bicentenarios de la Independencia” (Biord Castillo 2018), escribía sobre el período que se abrió en 2010 y se extiende hasta 2030 que:

“Estas dos décadas nos ofrecían a los venezolanos y a los hispanoamericanos, en general, la oportunidad de reflexionar sobre los estado nacionales establecidos entre 1810 y 1830, su situación actual, su rumbo y las posibilidades de plena y efectiva integración. En el caso de Venezuela, esa reflexión urge como un recurso salvador de la república y el pacto social sobre el que se asienta”.

Esa tarea aún nos convoca. Lamentablemente hemos desperdiciado al menos la primera de esas décadas sin ahondar en las raíces y rasgos profundos de Venezuela, en sus esencias, para ofrecerlas al futuro como elementos constitutivos de un proyecto de país más amplio, justo e inclusivo. Si bien el llamado Congreso Bicentenario de los Pueblos, de reciente celebración, pudiera haber sido un evento prometedor, su carácter sesgado y subordinado a presupuestos ideológicos lo desvirtúa acercándolo más a la propaganda que a la reflexión proyectiva.

Después de Carabobo aún queda mucho por pensar, reconocer, internalizar y hacer. Tras la fragmentación de la República de Colombia, el gran sueño de Bolívar y de tantos otros libertadores, sobrevino una etapa de enorme inestabilidad sociopolítica. Debemos, pues, revisar-nos no con la ilusión de que la historia pueda repetirse, sino para tratar de cimentar proyectos más inclusivos.

Después de Carabobo, después de la conmemoración de la batalla naval del Lago de Maracaibo, después de las de Pichincha, Junín y Ayacucho, después de rememorar el Congreso Anfictiónico de Panamá, después de analizar la destrucción del sueño unitario aún nos esperan países empobrecidos con amplios segmentos de la población excluidos, con grupos políticos que no terminan de entender el sentido de esa apelación de la última proclama del Libertador: “Si mi muerte contribuye para que cesen los partidos y se consolide la unión, yo bajaré tranquilo al sepulcro”.

Permitamos que Bolívar baje tranquilo al sepulcro y que ese majadero disfrute con los otros dos que él mismo nombró el placer de soñar, imaginar y crear mundos. Jesús, Don Quijote y Bolívar, en el decir de este último, representan la tríada creencias-ideales-reflexión orientada a la acción. Si integramos esos aspectos esenciales para toda sociedad humana, habremos realmente triunfado de manera simbólica en Carabobo y en el lago de Maracaibo y podremos entender que Caracas, Bogotá, Quito, Panamá junto a Lima y Chuquisaca, América toda, América Latina en su completitud (incluso más allá de sus propias fronteras políticas, que no culturales ni lingüísticas), es la patria común de indios y negros, de blancos y pardos, de inmigrantes llegados a estas tierras y de emigrantes hoy repartidos por el mundo entero. El Carabobo de hoy nos convoca a nuevas lides y retos distintos de los de hace dos siglos, a una tarea menos militar y más civil y, por ello, de mayor proyección épica.

El Nacional

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