23 de noviembre de 2024 1:18 PM

Nelson Chitty La Roche: ¿Somos realmente libres?

“La libertad comienza donde la ignorancia termina”. Víctor Hugo

Interrogado Chou En-lai sobre la significación de la Revolución francesa para el mundo y su historia, respondió y lo parafraseo, que solo habían pasado 200 años del evento y era poco tiempo para hacer un balance.

Cabe en ocasión de conmemorarse la Batalla de Carabobo y entre muchas preguntas que nos hacemos, una al menos, quizá, la más importante; ¿aquella gesta nos hizo libres? Y surge otra en la procura de la congruencia de los tiempos, ¿Somos libres ahora?

No dedicaré espacio para definiciones que pueden suponer esfuerzos académicos exigentes. No obstante, anotaré que la libertad de un pueblo se funda en su soberanía, pero ello dista bastante de contener suficiencia y concepto, sobre lo que cada cual asume como su ideal existencial y ello es complejísimo entonces.

Me conformaré a los efectos de este modestísimo artículo de prensa con el parámetro del colectivo que llamamos nación, que por cierto es un desarrollo de comunidades conectadas entre sí, por elementos unificadores de la identidad, tales como lengua, etnia, religión, historia, valores y como diría Renan, “Un querer vivir juntos”.

La epopeya de Carabobo seguida de la gesta del lago de Maracaibo y algunas otras acciones bélicas; entre otras, la caída de la fortaleza de Puerto Cabello, sellaron el triunfo de las excolonias sobre el imperio español y la irrupción de la Gran Colombia como entidad política y jurídica independiente, con ambición de trascendencia, pero con dificultades ostensibles por las diversidades, en medio de la aparente homogeneidad de los miembros integrantes.

La continuidad de Bolívar hacia abajo en el continente hizo crecer el proyecto sumándole a Ecuador y los dos Perú, aunque en paralelo, se incrementaron los problemas generados por las diferencias sociales manifiestas y el afán de distinguirse entre iguales, no obstante. El sueño integrador se fue en poco tiempo disipando y nos fuimos quedando huérfanos entre hermanos deseosos de ser distintos.

Volviendo a Venezuela; la guerra contra la metrópolis europea descubrió la inocultable desigualdad que no podría eclipsar el discurso libertario e igualitario, pero también mantuano y la secuencia emergente evidenciaría que el asunto de ser y pensar como una nación toma a menudo mucho más tiempo y a veces lo compromete todo.

Lo cierto es que victoriosos ante España pero no libres, acaso independientes, porque la ecuación política y social no daba para tanto y Bolívar queriendo tejer de día una gran república de Colombia y el mosaico destinatario de ese esfuerzo, destejiendo de noche, con cualquiera de las justificaciones egoístas y mediocres que la coyuntura proporcionaría.

Sucumbe el hombre y su proyecto y queda Venezuela, a partir de 1830, convertida en un hervidero de avidez, codicia, ambición, envidia y  displicencia hacia los otros connacionales. Páez le da un orden en su primer gobierno al eruptivo local, pero el poder como botín de los hombres de armas y el desajuste de los civiles, gestiona la aprendiz de república, con una sombra gris detrás, esa que resultaba de las exclusiones sociales.

Centralismo frente a federalismo fue una excusa, pero en la base realmente lo que acontecía era el resentimiento pendiente y la ilegitimidad de un procerato que se imponía por atribuirse el derecho a gobernar como un coto de caza y del otro lado, un brote de mentes cultivadas reclamaban el reconocimiento del mérito y pugnaban por la civilidad.

Nuestra historia fue y vuelve a ser, con un paréntesis de cuatro décadas, un “deja vu”, marcado por períodos de predominio de los hombres de armas y algunos que se sumaron al comienzo a la comparsa, para luego liderar anfibológicos en su discurso, pero siempre jugando la partida del caudillismo.

Lo grave ha sido que se convirtió la experiencia perniciosa evidentemente, en una suerte de conciencia histórica, una tara genética que reaparece y nos priva del más elemental respeto por nosotros mismos.

Dijimos que la libertad de un pueblo podría asimilarse a su ejercicio soberano, en nuestro criterio. Vale decir, a su capacidad para gobernarse y dictarse sus reglas de convivencia, además de asegurarse un desempeño autónomo, sin intromisiones ni sesgos y concesiones que alteraran esa dinámica, extendiendo eficientemente su control eficaz sobre su territorio, pero también sobre sus acciones y conducta, dentro y fuera del país.

Empero, es menester señalar otro elemento sin el cual no hay libertad como pueblo ni ejercicio soberano tampoco. Me refiero al despojo, al colculcamiento, al secuestro, al desconocimiento de la ciudadanía, entendida la susodicha como la articulación orgánica del cuerpo político en su expresión y manifestación. ¿Cómo podemos ser libres en medio de la tiranía?

No es libre el pueblo que ha sido despojado por el Estado, o este más bien, usurpado por el gobierno y, menos aún, cuando el fenómeno se cumple quebrantando los referentes constitucionales y nomotéticos de ese establecimiento societario, al cual debió representar y servir. Sin ejercicio ciudadano; no puede haber entonces soberanía y obviamente no habrá libertad.

Ahora bien; el trienio del 45 al 48 trajo la ciudadanía y de allí que debe admitirse que después de Carabobo, la Venezuela “In status nascendi” se tomó más de un siglo en incorporar a su sociedad, realmente a la deliberación y la decisión. Formas oligárquicas de variada estirpe y origen, pero teniendo en común las armas y la barbarie rigieron y a ratos como genuinas satrapías incluso.

En el bicentenario de la Batalla de Carabobo, ¿qué celebramos? Si nos atenemos a las declaraciones de elevados dignatarios públicos, sin legitimidad claro, pero impuestos por la irracionalidad de las armas, la pleitesía ideológica y hasta la brujería bastan para un jubileo que no logra verazmente evocar y comunicar la significación de esas hostilidades ni la consecuencia de sus resultas y por tanto, aquel combate y el heroísmo es solo memoria y no se desprende de sus dichos y desplantes, una enseñanza, una moraleja.

Debió celebrarse el crecimiento de ese pueblo que derrota al poderoso y se adueña de sí mismo. Unidos todos, como éramos, somos, seremos caminando el sendero de la nacionalidad. Independizándonos de la patria española, nuestra ella también, pero conquistando un espacio para un nuevo gentilicio.

Festejamos el derecho bien ganado a ser lo que queríamos y queremos ser, pero la libertad no es un episodio de magia ni un mero acto de fe. Es una construcción permanente de un modo de vida digno y justo, donde nos alojemos todos y conscientes que siempre será asediado desde dentro y desde fuera y, también dispuesto a mantenerse como tal a cualquier costo y con cualquier sacrificio que haya que ofrecer.

Ese propósito siempre estará pendiente, porque la libertad está en la existencia cónsona con los valores que ella propugna y exige, en el tránsito vital, en el balance de lo que somos a partir de lo que hacemos, con acatamiento y orgullo por nosotros y por los demás integrantes de la humanidad. No puede haber una comunidad de hombres libres que acepte que otros no lo sean. Es un deber con los congéneres luchar por ellos como si fuera por nosotros según el caso.

¿Cómo llamarnos libres si el de antes y el de ahora pide línea a Cuba, cual mamelucos de otro cuño y su embajador, ha sido llamado protector y tiene silla en la reunión de gobierno?

A ratos fuimos libres y soberanos, pero la estulticia, el resentimiento, la felonía de las oligarquías y la antipolítica, nos trajeron a este barrial maloliente donde se mezclan los polvos y las aguas fétidas y devienen lodos, de todas las crisis posibles y cual arena movediza se traga, nuestra riqueza, nuestro arraigo, nuestro orgullo y acoto, nuestro porvenir como nación que se diluye como un testigo fatuo que mira al polen criollo germinar hoy por todas las geografías pero acá en su tierra, hace defecto.

Antropológicamente alcanzados por las centrífugas que nos vacían el espíritu, nos deforman, nos mutan en zombies sin personalidad ciudadana, sin vocación de trascendencia, animalizados, reducidos a la necesidad básica, sin el auxilio redentor de la educación y la política estamos hoy. ¡No creo que eso pueda llamarse libertad!

Estudiando el tema del daño antropológico encontré un trabajo extraordinario, sustancioso, brillante y no exagero, de Paola Bautista de Alemán, que lo reproduciría hasta la última letra, pero haré una cita de un segmento de un todo de suyo antológico que recomiendo ruego a todo el mundo leer para quitar cualquier velo que les impida mirar de frente a la verdad; “…La desaparición de la política tiene consecuencias. Por un lado, se vacía el espacio público. Se invisibiliza la lucha democrática y se genera una sensación de desierto ciudadano en el cual quienes sufrimos nos comenzamos a reconocer solos e incapaces de salir de la tragedia. Por otro lado, nos privamos de la experiencia de debatir nuestras ideas, de escuchar al otro, de diferir sin miedo, de reconocer lo bueno que hay en quien piensa distinto, de la importancia de construir consensos. Al erradicar la política del espacio público y privado clausuramos la escuela de ciudadanía que se construye en la cotidianidad. En resumen: nos encerramos en nosotros mismos y nos hacemos menos humanos”. (Paola Bautista de Alemán, “Reflexiones sobre el daño antropológico en Venezuela”, Prodavinci, 12/05/2021).

A cada uno que gentilmente lea estas sencillas notas, les ruego se formulen la interrogante que titula este ensayo y con su corazón y conciencia respóndase a ustedes mismos y no a mí.

Tenemos pues otra vez materias pendientes infiero yo; la libertad, la soberanía, la responsabilidad y el jurado de la historia nos evaluarán como pueblo y a cada uno de nosotros, como ciudadanos venezolanos.

El Nacional

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