1.- Nos dice Borges en su Historia de la eternidad: “El tiempo es un problema para nosotros, un tembloroso y exigente problema, acaso el más vital de la metafísica; la eternidad, un juego o una fatigada esperanza”. Estoy de acuerdo con el admirado autor, es más: he terminado por creer en la simultaneidad de los tres tiempos que nos permite “atisbar” el ahora desde una perspectiva múltiple y compleja. Creer en el pasado como “algo” ido, en el presente como si lo tuviéramos asido entre las manos y en un futuro como aquello que no ha sido, es ilusorio, ya que podemos ir hacia atrás y hacia delante en el “ahora” en una suerte de magia casi perfecta. Es más, me atrevería a afirmar que vivimos inmersos en estas tres dimensiones y solo cuando tomamos conciencia de ello es que podemos captar nuestra realidad y caer así en las agotadas obsesiones de dividir y compartimentar para no caer en la locura.
2.-Expresa Manuel Vilas en El mejor libro del mundo: “…solo los seres anónimos alcanzan la felicidad” y, aunque es una perogrullada del tamaño del Himalaya, no deja de ser inquietante cuando sopesamos sus palabras en el contexto de las relaciones humanas, en el que estamos muy lejos de poder alcanzarla ya que nuestros objetivos parecieran colisionar a cada instante con los de los otros y ello se traduce en conflictos de mayor o menor envergadura que traen consigo sufrimiento y dolor. Mi felicidad no necesariamente es la del otro, porque mis referentes traen consigo una noción (cosmovisión) particular; una larga historia personal que ni siquiera nuestros padres ni hermanos podrían endilgarse como propios (por haber vivido ellos también parte de nuestras experiencias), ya que cada persona procesa el existir desde su óptica y esos hechos y circunstancias afectan de manera distinta a cada persona, de allí el viejo adagio que en lo particular suscribo por su sabiduría: “cada cabeza es un mundo”.
3.-Terminé de leer El niño (TusQuets, 2024), novela del autor español Fernando Aramburu, quien se hiciera famoso en este contexto con su libro Patria (2016), que batió récords en ventas y que se mantiene en el gusto de los lectores (confieso que no lo leí). Con toda esta premisa me acerqué expectante a su nuevo libro y el mazazo fue enorme, porque hallé una historia dura, muy dura, por cierto, pero que llevada al género novelesco luce sencilla y esencial. El libro parte de una tragedia: la muerte de varios niños en una escuela debido a la explosión por gas metano de un ala del colegio en el que se hallaban. A partir de este hecho (que Aramburu afirma es verídico) el autor narra la vida de una de las familias afectadas, y es aquí en donde se halla el drama: el abuelo materno del niño, con quien estaba muy unido, no puede asumir el dolor, se encierra e inmuta y asume que su nieto sigue vivo: habla con él en el cementerio, en la calle y en la casa y entra en una forma de locura.
En paralelo, sus padres intentan rehacer sus vidas con una inmensa carga de dolor encima, pero sin auto compadecerse y buscan con ansias (pero sin éxito) traer otro hijo al mundo. Esta imposibilidad abre un boquete en la pareja y lleva al esposo (sin que ella lo sospeche) a hacerse un conteo espermático. Como supondrán, el hombre descubre que es infértil y termina suicidándose. Ahora bien, hasta aquí todo es desgarrador y doloroso. No obstante, echa mano el narrador de la herramienta poco ortodoxa de indexar varias páginas en el libro en las que el propio texto nos habla (metaficción) y así nos explica lo que “su narrador” pretende desarrollar, y ello genera tal ruido que hace de la historia un algo poco creíble y a la vez absurdo.
En este sentido, muy pronto se quebró en mí la noción de verosimilitud y fue fácil deducir que el autor tomó un hecho doloroso (como muchos hay en la vida) y buscó recrearlo, pero con tantas argucias, que todo se convierte en algo así como un burdo aparato literario que busca por todos los medios resolver la ficción sin lograrlo. No hacía falta tal “invención”, porque desde el siglo XIX conocemos lo que es el “narrador omnisciente” (por cierto, hoy en picada): que nos cuenta parte de los hechos, habla con los lectores y, como un dios, todo lo conoce y lo sabe y lo dicho lo asumimos sin mayores dificultades como parte de la realidad literaria.
Aramburu pretende que creamos que su historia le fue contada por la principal protagonista de la trama (Mariaje, la madre del niño), cuando en lo plasmado hay elementos que la dejan muy mal parada en todos los sentidos frente a su realidad y la exponen al escarnio público por el grado de insensibilidad mostrado ante su propia tragedia, la de su padre, y ni decir la de su esposo. Si los hechos no son tan lejanos en el tiempo (finales del siglo pasado), y de ser cierto, muchas de aquellas personas siguen vivas y lo menos que harán es salirle al paso a las pretensiones del autor de mostrar todo aquello develando cuestiones personales e íntimas sin que represente un enorme riesgo moral y legal. Para decirlo sin más rodeos: es falso que la historia le haya sido contada al autor por la mujer: es una fallida estratagema. Hasta para mentir hay que saber hacerlo, y un narrador debería ser en un experto en ello.
4.- En la narrativa los artificios deben ser imperceptibles a los ojos de quienes leen, de lo contrario: en lugar de conferirle verosimilitud a lo narrado, la torpedean. El autor no debe subestimar la capacidad e inteligencia de sus lectores, y las cuestiones en la literatura deben fluir y no obstaculizar. Quien lee una novela sabe que se topa con una ficción (por más que el autor se empeñe en decir lo contrario), pero si la misma resulta bien construida nos atrapa de tal manera, que creemos todo a pie juntillas; de allí su magia y el oficio narrativo. Vargas Llosa lo expresa muy bien: “la verdad de las mentiras”. Exponer de manera deliberada nuestras “argucias” y “trampas” en lugar de acercar un texto, lo alejan y banalizan.
rigilo99@gmail.com
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