A finales del siglo XX asoma la crisis plenamente. La democracia comienza a dejar al descubierto sus profundos vicios y la desconexión del ciudadano del sistema resalta sus falencias. La representación y la delegación del poder se resquebrajan. La democracia representativa comienza a diluirse como el sistema económico donde funcionaba. Es lo que bien se denomina una crisis de legitimidad. Los partidos políticos se convierten en “partidocracias”, en cotos cerrados que ya no cumplen su función de servir de vehículo a las aspiraciones de la gente común y su papel de intermediación entre el poder y la gente se oscurece. De allí al brote del populismo habría poco espacio. La nueva expresión telegénica saltaría a la palestra con la oferta de soluciones “revolucionarias” milagrosas
En los procesos revolucionarios del siglo XVIII había comenzado el proceso de conversión política de los derechos naturales. El siglo XIX se movió sobre la idea del progreso. A pesar de las guerras del siglo XX se establece firmemente la forma política que algunos han denominado la “era de las Constituciones” y el traslado de la soberanía de la nación al pueblo. El programa demoliberal, luego de no pocas luchas, concede el sufragio y las mujeres libran una de sus batallas más vistosas, el voto también para ellas. La reacción fascista se extiende sobre Europa, pero el resultado de la II Gran Guerra hace renacer la condena a los poderes absolutos aún en medio de la Guerra Fría y entramos de lleno en el ciclo del liberalismo democrático, las democracias pluralistas y un ritmo keynesiano de la economía. Los partidos políticos viven su época de esplendor.
Así, al acercarse el final del siglo XX el viejo problema que Touraine y Baudrillard ya habían entrevisto, el de la crisis de la representatividad, revienta en Venezuela con toda su fuerza. Los partidos, destruidos por sus prácticas y por su incapacidad, ceden lo que había sido sus bases de sustento.
Paralelamente el problema inicialmente teórico de la representatividad brota en la realidad cuando los viejos actores quieren seguir ejerciendo el poder sobre los ciudadanos debido a su monopolio tácito de presentación de candidatos al viejo parlamentarismo. El problema deja de ser, inclusive, el de una simple oportunidad para enfrentar al régimen sino que es la manifestación patética del ejercicio de algo que no existe. No existe ni parlamento ni existe la posibilidad de conferir representación.
Llegamos, así, a un autoritarismo de nuevo cuño que para el mantenimiento de las apariencias democráticas cede una lonja de poder a los desplazados mientras los ciudadanos no encuentran que hacer, no se sienten representados, la calle no les concede nada sino el ejercicio de utilería. La representatividad concebida en los viejos sistemas liberales salta por los aires. Frente a un breve resumen de la crisis democrática cabe reclamar ideas. Por lo que nos corresponde hemos hablado a largo de una democracia del siglo XXI.
@tlopezmelendez
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