Se ha venido considerando como “identidad” la pertenencia a un país, a una ciudad o a un pueblo, a una lengua, una etnia, una religión, en definitiva, a aquello en que nos reconocemos como miembros. Se pertenece a un grupo o a un sistema de valores. La desterritorialización que empuja el proceso global va dejando esta idea atrás. Estamos, entonces, en una transterritorialidad donde se hibridizan los productos culturales y donde nos manejamos en varios círculos de identidad, la que así se hace pluralista, pues deberemos apostar al intercambio y no al cierre en la nostalgia.
La identidad pasa a ser una noción que se forma en varios frentes simultáneos, lo que algunos han llamado las “lealtades múltiples”. Esto no es homogenizarse como “ciudadano del mundo”. Se pasa a ser ciudadano del mundo, pero también ciudadano de otros planos de intereses localizados.
El desarrollo de la propia identidad es simplemente complementario a la apertura global. Hay que admitir, no obstante, que el asunto de la supuesta pérdida de la identidad ha sido puesto sobre el tapete, seguramente por una inicial confusión terminológica.
Aquí el quid radica en una ampliación de la identidad. Ahora pensamos al hombre como una apertura que demanda la coexistencia de diversas dimensiones. Quizás habría que echar mano del viejo precepto latino unum in diversis para resaltar que la universalidad que se nos presenta como desafío es la unidad que se realiza en la diversidad. Visto así, identidad y universalidad no son más que polos complementarios. Ahora, el concepto de identidad implica el encuentro con otras identidades.
Podemos mirar a la identidad como una creación colectiva que ya no puede basarse en el culto a sus propias raíces y tradiciones, sino en el encuentro con otras localidades, regiones, continentes y grupos.
Ya los llamados “términos de dominación” no pueden plantearse en los polos Norte-Sur, sino en lo que se llama redes de inclusión. No hay una cultura global indiferenciada, aunque por supuesto debemos tomar en cuenta la aparición de los llamados “valores cosmopolitas” transmitidos por esas redes de inclusión, lo que nos llevará más adelante al problema de la comunicación. En el plano cultural podemos hablar de las identidades como freno a una globalización comunicacional incontrolada.
En cualquier caso, el problema, desde este ángulo, estaría, está, en la imposibilidad, que para muchos todavía existe, de comunicar una identidad. Y más allá, en la incomunicación entre identidades. La identidad en este nuevo mundo se entiende partiendo de los efectos evidentes, como el distanciamiento entre tiempo y espacio, la desterritorialización de la producción cultural, el reforzamiento de las identidades locales y la hibridación.
@tlopezmelendez
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