Ricardo Gil Otaiza: Mi gran noche

1. “Entre más libros leemos, más pronto percibimos que la verdadera función de un escritor consiste en producir una obra maestra, y que ninguna otra tarea tiene importancia” (tomado de The Unquiet Grave de Cyril Connolly, libro publicado en 1944 que le obsequió José Emilio Pacheco a Augusto Monterroso, y quien lo cita a su vez en su libro La letra e). No nos extrañe, pues, que entre el primero y el segundo libro del gran escritor guatemalteco (Obras completas (y otros cuentos) y La oveja y demás fábulas, respectivamente) estén de por medio diez largos años. Con una afirmación tan lapidaria, cualquiera, por lo mínimo se intimida, o se frustra, o tira la toalla y se dedica a otra cosa. Monterroso tenía 38 años cuando leyó el aserto, y acababa de publicar su primer libro (1959). Me imagino que tuvo que vencer sus temores y su reconocida timidez para lanzarse a la aventura libresca luego de tan categórica premisa; de allí, me imagino, su escasa producción y sus reticencias a dar nuevos libros a la imprenta, a pesar de las presiones que recibía de parte de sus amigos.

2. Debo reconocer que sufro de “pereza soñadora”: la misma que decía padecer el alemán Thomas Mann autor de La montaña mágica y de La muerte en Venecia. Con la debida distancia, confieso que me la paso todo el santo día en una suerte de ensoñación en la que escribo esto y lo otro, en la que me lanzo con vigor a emprender un nuevo libro, en la que imagino libros fabulosos que salen de mi pluma y recorren el mundo como aves migratorias mostrando lo que soy capaz de crear, pero puede más la pereza, y así me digo: “lo dejo para mañana”, “a partir de noviembre me siento a plasmar el libro que me ronda”, “ya habrá tiempo para el proyecto que atesoro desde hace años”, “no hay ningún apuro”, y resulta que sí lo hay: el tiempo pasa y envejezco, muy a pesar de lo que han dado por llamar como “la nueva longevidad” en este mundo tan extraño que nos corresponde vivir, y cada mañana cuando abro los ojos me digo: levántate, hombre, que el sol sale para todos, ve a sentarte a escribir lo que desde hace tiempo planeas; y suele haber una excusa, sólida por supuesto, pero excusa al fin y al cabo.

3. Siempre les hablé a mis estudiantes de Farmacia en la universidad de las fulanas alucinaciones por acción de muchas drogas, y recuerdo que tenía que sacarlos del error (común, no se crean) de que sólo se trata de ver algo irreal, cuando es un fenómeno sensorial que puede afectar todos nuestros sentidos. Confieso que no he alucinado mucho en el sentido literal del vocablo, o por lo menos que yo recuerde (tal vez en mis fiebres infantiles, que eran demasiadas y de veras muy altas, porque sufría de amigdalitis de manera recurrente), pero hace pocos meses, cuando me hallaba en el aeropuerto a la espera de mi vuelo para dar el salto del charco y así ver a mi familia, escuché toda la tarde y parte de la noche por el altoparlante del salón, un viejo tema del cantante español Raphael, titulado Mi gran noche, y pensé que todo el mundo lo escuchaba y no le prestaba atención al suceso, pero luego, recapacitando al respecto, llegué a la conclusión de que sólo lo escuchaba yo, y que era uno de los efectos secundarios del psicofármaco que consumí (prescrito por un facultativo, por supuesto) para atemperar mi elevado estrés como producto del inminente cambio. Lo curioso del hecho, no es que el tema estuviera en mi cabeza: que podría ser una obsesión, como cuando amanecemos con un tema musical en nuestra mente y está todo el día fatigando nuestra vigilia, sino que la canción sonaba a todo volumen en la sala de espera del aeropuerto y así fue hasta que me subí en el avión: su nítido eco resonaba y se mezclaba con las voces del gentío que hacía cola para el chequeo y luego en la espera del llamado. “Mi gran noche”: nunca una alucinación había sido tan atinada.

4. Es común entre los escritores el tener que defender nuestras posiciones intelectuales y la obra frente a muchos otros, y esto es muy distinto en el caso de los artistas plásticos: que exponen sus obras y luego se marchan a la espera de la vindicta del público espectador, y listo. Los escritores salimos, sable en ristre, a asentir o a disentir, a apoyar lo que los lectores expresan, o a rebatirlo, a aclarar las barbaridades que se dicen acerca de un determinado texto nuestro, o a expresar nuestra displicencia frente a alguien que lo hace sólo para molestar y sin criterio estético y epistémico alguno. La obra escrita no se defiende por sí sola, porque se presta para la libre argumentación y la súbita tergiversación, lo que nos molesta, por supuesto, somos humanos, pero luego de tanto luchar con los molinos de viento los autores guardamos la espada y nos decimos, no sin fastidio: “digan lo que digan, los demás”, como el viejo tema de Raphael.

5. ¿Qué sería del arte si los albaceas de una obra o los descendientes de un autor les hicieran caso en su lecho de muerte y quemaran parte del legado? Por supuesto, se perderían muchas obras maestras, aunque también los lectores nos ahorraríamos demasiada basura que descansa en los anaqueles de las bibliotecas y librerías. Sin ir muy lejos: si el bueno de Max Brod, amigo y editor de Franz Kafka, hubiera mandado a la hoguera parte de su obra, como se lo encargó el autor checo antes de morir, hoy la historia de la literatura universal sería otra muy distinta a la que conocemos. El autor siempre duda de la calidad de su obra y esos sentimientos nos llevan a reescribirla, a revisarla hasta la hartura, a podar aquí y allá, a no reeditar viejos libros que de manera apresurada e irreflexiva enviamos a la imprenta, a buscar por todos los medios hacernos perdonar por determinado cuento, novela, ensayo o poesía que no estuvo a la altura de nuestras propias expectativas. “Era triste, vulgar lo que cantaba // mas, ¡qué canción tan bella la que oía”, dice el poema Non omnis moriar de Manuel Gutiérrez Nájera, citado (otra vez) por Monterroso.

rigilo99@gmail.com

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