30 de septiembre de 2024 3:37 PM

Ricardo Gil Otaiza: Ser o no ser

1. Escribir es un arte y un oficio que requieren de nosotros sumo esfuerzo y disciplina y todo ello trae consigo muchas satisfacciones, pero también desengaños, como lo he expresado en otro texto, y para esto deberá haber, qué duda cabe, un toque divino (que solemos reconocer como inspiración o musa), pero de allí a que algunos autores se sientan “divinidades” porque tienen éxito de crítica y de ventas con sus libros (que suele ser efímero, dicho sea de paso), es otra cuestión, que en mis tiempos juveniles solíamos llamar como arrogancia y soberbia, que son detestables, porque llevados por el aplauso esos escritores no han sabido mantener a raya el monstruo del ego que llevamos dentro (que nos fagocita y devora), y que nos muestra desde el peor de los ángulos: el de nuestras miserias y complejos.

2. Uno de los enormes riesgos del trabajo literario (y de toda actividad humana) es la procrastinación, que nos lleva a una suerte de noria en la que nada es posible alcanzar en el ahora a la espera del tiempo propicio, y digo que es un “riesgo” porque suele transformarse en una camisa de fuerza que nos impide avanzar en las metas trazadas, y cuando menos lo esperamos todo se vuelve bruma y desengaño, ilusión y olvido. Dejar para después, es poner en las manos de la incertidumbre todo aquello que podría significar importante en nuestras vidas, y es apostar por un azar que no siempre está de nuestra parte y que nos empuja a construir el presente sobre la base de un fantasmal desiderátum. “Ser o no ser, esa es la cuestión”, podría recordarnos hoy el viejo Shakespeare en la voz de Hamlet, en medio del enorme vacío existencial que se cierne sobre nosotros en la turbulenta complejidad de la vida. Oh, cuanta obstinación de nuestra parte por dejar todo para un hipotético después: lo más seguro es que nunca llegue.

3. Me fascina la noción de Monterroso (que a la vez es borgesiana) acerca de la novela como género: una grata conversación entre el autor y el lector, porque parte del elemental principio de la buena educación que nos impide convertir un encuentro amistoso y literario en un largo y pesado monólogo. He leído novelas de más de mil quinientas páginas (aunque no es lo ideal), pero créanme: cuando me encuentro atrapado en medio de la vorágine de la noción de lo interminable de un libro sobreabundante, me hundo en la desesperación y entra en mi espíritu las ansias de mandarlo de nuevo al anaquel (o de lanzarlo por un balcón), de airear mi mente, de diversificar la lectura; igual me acontece con las películas: más de tres horas de film lo considero un insulto a la naturaleza humana y un agravio al sentido de la mesura, de la amistad y de las buenas maneras.

4. El verso es anterior a la prosa, nos lo dice la historia de la cultura, pero entre ellos se ha erigido en el tiempo una suerte de “competencia”, que ha llevado a ambos géneros a transformarse hasta ser lo que hoy conocemos. Debo transigir, no sin nostalgia, que hasta hace algunas décadas ser poeta era sinónimo de prestigio y se veía a sus cultores como entes “alados”, bajados del Olimpo, recubiertos con un hálito angelical y al mismo tiempo rompedor y convulso. En todo caso: los poetas estaban más allá del bien y del mal y el aura que de ellos emanaba era grandiosa y hasta beatífica. La prosa en cambio no tuvo tal prestigio hasta la irrupción del Quijote, que se considera la primera novela moderna, porque encarna, para decirlo sin mucho adorno, la cruda realidad y lo prosaico de aquella sociedad (que si a ver vamos: no dista mucho del de ahora). Si bien ambos géneros han cambiado ostensiblemente con el paso del tiempo, como queda dicho, es la prosa la que goza de un mayor prestigio y atención por parte de los lectores. Tanto es así, que las más importantes editoriales apuestan con enormes tirajes a libros en prosa (novela y ensayo: en este orden), mientras que los poemarios pasaron a convertirse en una especie de coto cerrado: pequeños tirajes institucionales dirigidos a cofrades, que se reúnen casi clandestinamente a leer las páginas de un género que se ha hecho absolutamente libre: sin rima ni métrica (a veces sin musicalidad), y cuyo rostro se ha desdibujado al extremo de hacerse irreconocible.

5. El género ensayístico, tal y como lo conocemos hoy, se lo debemos al genio del francés Michel de Montaigne, aunque también tiene su mérito en este territorio el inglés Francis Bacon, y su evolución ha sido de tal impacto en nuestros días, que ha incidido en otros géneros y su presencia se hace transgresora (aunque aceptada) en disímiles campos: científicos, teológicos, filosóficos y literarios. Lo transgenérico en la narrativa, por ejemplo, es un fenómeno global, que busca ir más allá de los corsés que imponen los géneros tradicionales, para adentrase en los densos espacios de la lectura, sin los atavismos propios de los compartimentos estancos que imponen de manera autárquica normas y límites. Por supuesto, nada escapa a esta experiencia, empezando por el artículo de prensa y la crónica (calificados por algunos como menores), y que hoy se abren paso para echar mano de todo aquello que, en la escritura, busque comunicar con mayor énfasis y claridad.

6. Volviendo al género ensayístico, cuyos albores algunos los remontan a la Grecia antigua con Platón y Aristóteles, y más adelante, aunque parezca inaudito, con el propio Cervantes (tesis que sustenta Monterroso al leer los Prólogos de la Primera y Segunda parte de Don Quijote, el de las Novelas ejemplares y el de Persiles y Sigismunda), es crucial recordar algo que muchos olvidan, tal vez por comodidad o (peor aún) por tozudez y tontería: en su práctica no debe intentarse convencer al lector de que el autor tiene la razón, y esto no solo por razones de urbanidad, sino por respeto al género, que deja sobre el tapete la diversidad de posiciones que una temática pueda generar, así como la libertad para expresar lo que para algunos podría resultar un dislate.

rigilo99@gmail.com

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