27 de septiembre de 2024 1:04 PM

Ricardo Gil Otaiza: Un ser escindido

1. Una antología literaria busca seleccionar piezas en diversos géneros, y en este complejo ejercicio anidan las ansias de perpetuidad: de legar a la posteridad, de dejar registro de obras de diversos autores en uno o disímiles contextos (y en determinados periodos de tiempo), y que los lectores y autores del futuro den cuenta de ese esfuerzo y sepan que no parten de cero, que hubo quienes los antecedieron y que aquellas obras quedaron allí plasmadas como una huella que podría ser imperecedera: aunque esto nadie lo podría garantizar, porque el tiempo lo borra casi todo y hace de nosotros polvo y olvido. Y digo esto, porque el buen amigo Rodolfo Quintero Noguera (poeta, ensayista y escritor) me ha hecho llegar la obra Escritos en la niebla. Antología de poetas merideños (1920-2020), compilada por él y en hermosa edición digital y en papel de la Cámara Municipal del Municipio Libertador del Estado Bolivariano de Mérida, en la que recoge veintisiete autores de la abrupta geografía regional, que paso a nombrar: Carmen Delia Bencomo, Carlos Contramaestre, Esdras Parra, Héctor Vera, Bayardo Vera, Enrique Hernández D´Jesús, José Carrillo Fandiño, Sinecio Márquez Sosa, Roldán Montoya Deceda, Julio Valderrey, Arturo Mora Morales, Gonzalo Fragui, Ricardo Gil Otaiza, Flor Bazó, Carlos Rodríguez Ferrara, Gregory Zambrano, José G. González Márquez, Freddy Carrillo, Ever Delgado, Rodolfo Quintero Noguera, Jesús Rengifo Angarita, Karelyn Buenaño, Jairo Rojas Rojas, Vanesa Márquez Vargas, Ennio Tucci, José Manuel López D´Jesús y Jesús Montoya. En lo particular: eternamente agradecido con el colega escritor Quintero Noguera, que tuvo la gentileza de incluir mi nombre; pondré mi mayor esfuerzo en hacerme perdonar.

2. A propósito de las obras, siempre se asocia a ellas la noción del reconocimiento, que si a ver vamos: resulta muy humana y comprensible, porque quienes creamos una obra de arte en cualquier género, ponemos en ella todo nuestro empeño y dejamos mucha piel y emociones desperdigadas por doquier. Crear no es nada fácil, lo he dicho en esta misma columna, y para que ello ocurra deberán conjuntarse múltiples variables que no siempre están de nuestro lado y, aun alcanzándose la meta, es decir: de patentizarse la obra tal y como la habíamos concebido, nada podrá garantizarnos que esta recibirá la mirada alegre (incluso indulgente) de parte de la crítica y del público, y desde este punto específico del proceso creador, a la decepción y quiebre espiritual del artista, hay apenas un solo paso que no tardamos en dar. No siempre nuestro empeño y logro en materia artística reciben el aplauso (y ni se diga unánime): siempre habrá un claroscuro que nos lleve por duros caminos salpicados de frustración y amargura. Tanto es así, que muchos autores a lo largo de la historia han tirado la toalla para siempre, llevados por un oscuro sentimiento que es difícil de describir, porque conjunta tantas aristas que el solo hecho de intentarlo resulta ya una quimera. Otros, menos afortunados, e impelidos por la desesperación y el abatimiento total, han optado por el peor de los abismos: el suicidio. Obra y reconocimiento no siempre van de la mano, recordemos el tristemente célebre caso del pintor neerlandés Vincent Van Gogh, quien según la tradición rayana en la leyenda no vendió ni uno solo de sus cuadros (cuestión que al parecer no fue así y aún se debate al respecto; en lo que sí hay certeza es que Theo, su hermano y mecenas, le hacía creer que los vendía, pero era él quien los acumulaba en un trastero del sótano que a la muerte del artista se transformó en una auténtica y codiciada cantera), y su vida transcurrió de desengaño en desengaño para hacer de él un ser solitario e incomprendido en su tiempo.

3. Hay quienes viven anclados al pasado, cerrados a la dinámica del mundo, reticentes a los cambios epocales, con el pretexto de asirse a lo conocido y ya trajinado como tabla de salvación. Esa negación al estado de las cosas en un determinado momento (que solemos llamar con el latinismo statu quo) por temor a nadar en aguas desconocidas y turbulentas, así como de no asomarse al vacío por miedo al vértigo, nos paraliza en el ahora, nos lleva a estadios de bloqueo que podrían dar al traste con nuestros proyectos y con nuestras vidas. El “encerrarnos” en una burbuja de confort para hacernos refractarios a las amenazas y riesgos, sencillamente nos coarta en todas las dimensiones y hace de nosotros seres indefensos, débiles y manipulables. Si bien el presente se esfuma en el mismo instante y se transforma en pasado, es el único espacio en el que podemos vivir, no hay otra opción y es nuestra tragedia: no poder volver a lo ya vivido, así como tampoco instalarnos en la “nada” de un tiempo por venir.

4. En estos días recordé al poeta y ensayista (entre muchas otras cuestiones: teólogo, místico, filósofo y eremita) Armando Rojas Guardia (Caracas: 1949-2020), a quien conocí en su paso por Mérida. De él leí con asombro El Dios de la intemperie y con envidia El deseo y el infinito. Su pluma era honda y portentosa y su obra en diversos géneros se adentró en múltiples registros que tocó con maestría, densidad y belleza. De ambas obras (tal vez maestras) releídas harta el hartazgo, percibí muchas cuestiones que me conmovieron e impactaron: ingente y desaforada lectura, una inteligencia superior, un desvarío en grado superlativo y una lucha consigo mismo por vencer sus propios demonios, que he percibido en pocos autores y que me llevó a admirarlo sin pretextos ni preguntas. Fue Rojas Guardia un ser escindido, un incomprendido en su medio, un hombre que buscó con desesperación asirse de la mística para no perder definitivamente la cordura (estuvo interno varias veces en centros psiquiátricos), y así vivió a su manera: entregado al intelecto, al espíritu y a la carne, y en esta tríada logró un equilibro (¿falso?, a veces me interrogo) que le permitió sortear sus enormes abismos.

rigilo99@gmail.com

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