22 de noviembre de 2024 6:38 AM

Ricardo Gil Otaiza: Ficción mínima

-Con el paso del tiempo se dio cuenta con asombro, que nada de lo que escribía lo creaba; que a esa “totalidad” llamada materia literaria apenas le quitaba la tierra que la cubría, y que como un arqueólogo su mérito estaba en la persistencia y en la técnica: el tesoro estaba allí para ser descubierto y mostrado por sus manos.

-Quiso rememorar la vieja fábula del Edén, y para molestia de su Eva se le cayó el fruto del árbol prohibido. Desde entonces, dejó de leer las Escrituras.

-Postergó el día: el nudo de la soga le lastimaba el cuello.

-El escritor olvidó el título de sus memorias.

-Con ojos atónitos vio el documental que les pasaron a los papás en el colegio de sus hijos, esperaba ver al final su nombre en los créditos, pero eso no ocurrió. De nada le valió que alegara con pruebas que se trataba de una obra de su autoría. El texto pasó a ser parte del menú educativo de una empresa fantasmal, de efímera e inexacta sede en la nada del ciberespacio.

-Su mujer le contó un cuento que le gustó bastante: tomó nota para escribirlo y publicarlo; y así lo hizo. Claro, ella tampoco recordaba que lo había leído en un viejo libro escrito por su despistado esposo.

-Una mujer tiene un accidente cerca de un hospital psiquiátrico y luce aturdida, deambula como sonámbula a la orilla de la carretera, llegan entonces los guardias y al verla perdida, piensan que se trata de la paciente que se escapó recientemente del manicomio; entonces: la sujetan, la meten en la furgoneta y sin mediar palabras queda recluida. Ella sólo atina a exclamar desde su limbo: ¡Necesito hacer una llamada!

-Un actor entra en el ascensor de un lujoso hotel, al tiempo que lo hace una atractiva mujer: de pronto hay un apagón y la cabina se detiene. Ella exclama con rostro de circunstancia: “¡Dios, que llegue pronto la electricidad, mucha gente me espera! El chico, bastante presumido, mece su espléndida cabellera y le dice: “¿Tú no sabes quién soy yo? ¡A mí sí que me espera mucha gente, soy muy importante!” Sin perder la compostura y mirándolo a los ojos, ella le dice: “A lo mejor te atendí en la consulta, te tuve de alumno en mis cursos… o te vi en el pasillo del hospital: pero de veras no te recuerdo”. “¿No vas al cine?”, pregunta el actor. “¡Ah… quieres ligar conmigo! ¡Definitivamente, estás loco!”, responde la mujer. Él, al borde del caos, vuelve a la carga: “¿Acaso no vas al cine? ¿No ves Netflix? Ella lo mira con ensayado desconcierto y expresa enfática: “¿Vas a seguir? ¡Contigo no iré a ninguna parte!” Pasan los minutos y el calor apremia, entonces el chico entra en estado de shock. La mujer, imperturbable, saca del maletín el estetoscopio y lo ausculta, luego extrae un pequeño frasco y con un movimiento rápido y certero le abre la boca, y deja caer varias gotas debajo de la lengua. Los minutos pasan y de súbito se abren las puertas del ascensor: el actor, ya recuperado del sofocón, y sin mirar a su compañera de infortunio, se aleja a toda prisa hacia el gran salón. Ella, segura de sí misma, se dirige a la sala de conferencias en la que un generoso público especializado la espera. El tema de su disertación es acerca de los pacientes difíciles y de cómo mantener a raya el grosero fantasma del ego. En realidad, ella no necesita del material audiovisual: la experiencia en el acotado espacio del ascensor es en sí una clase magistral.

-El hombre en estado de ebriedad llegó a la iglesia en la que se realizaban las exequias por un difunto. El cura, imperturbable, siguió como si nada con el ritual frente a una multitud de conocidos y amigos que se agolpaban en el templo. Cuando hubo de finalizar el responsorio, el hombre, impaciente en su escaño, se levantó y se puso frente al ataúd y en una clara alusión a lo que había presenciado segundos antes, gritó con voz potente, aunque con la lengua enredada: “¡que Dios lo lleve y lo traiga con bien!”, al tiempo que elevaba sus manos y dibujada en el aire numerosas cruces que lanzaba con teatralidad al vacío. Nadie lo detuvo o increpó, había un silencio espectral, pero los ojos que a lo lejos observaban el episodio vieron cómo a muchos de los asistentes se les escapaba un amago de sonrisa, que no podían ocultar aun en medio de la enorme tristeza.

-Descompuesta e irritada por el fogonazo de calor que recibió en pleno rostro al bajar del avión, comentó con otro pasajero lo cambiado que estaba el clima en la ciudad de las nieves eternas, y discurseó con énfasis acerca del cambio climático y el recalentamiento global. No contenta con eso, despotricó contra la desforestación, los automotores y los ecocidas, que destruyen sin piedad el ambiente en complicidad con los grandes y poderosos que se lucran hasta el hartazgo. El hombre la escuchó perplejo y con una sonrisa irónica le respondió: “Señora, es cierto todo lo que usted dice, es más: la acompaño en su atinada queja, pero para su información aterrizamos en Puerto Ordaz, y no en Mérida como usted pretende”. Dicho esto, la dejó sumergida en sus cavilaciones existenciales y con la camisa empapada en sudor entró en las instalaciones y buscó la maleta.

-Una mujer de edad indescifrable y mirada poderosa sube al autobús y se sienta frente a todos: es rigurosamente altiva y hermosa, su piel es negra, está vestida con un traje blanco, vaporoso e impoluto, lleva la cabeza envuelta en un turbante verde y de sus lóbulos penden dos grandes aretes dorados que brillan al sol. Aquella imagen es imposible de mejorar para los ojos que la observan en el fondo. Bueno, a decir verdad, no hay imposibles ni absolutos, porque dos o tres minutos después sube otra mujer al autobús: muy blanca, posiblemente nórdica, de edad indescifrable también, luce un vaporoso traje veraniego de tonos pastel, lleva puesto un amplio sombrero coronado con una flor, y se sienta al lado de la otra. Las dos mujeres apenas se miran de reojo: guardan las formas y las mínimas distancias. Se saben diferentes, diversas e irresistiblemente espléndidas.

rigilo99@gmail.com

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