1) El gato era casero y se llamaba Darío Linares: el nombre le venía del personaje de una telenovela que pasaban por RCTV, y que interpretaba el hoy desaparecido actor Elio Rubens. Al gato le gustaba retozar en el patio de la casa en las soleadas tardes y era un tanto extraño no verlo como a los otros: vagabundeando con sus amigos y amantes en los tejados de la zona. Un día, mi madre condolida por su inusual comportamiento (tal vez, condición) nos pidió que lo subiéramos con una escalera al tejado: él, reticente a nuestra treta se echaba para atrás, pero como órdenes son órdenes lo empujábamos con determinación hasta que, por fin, luego de varios intentos, pudo subir por sus propios medios y jamás regresó. En una ocasión lo vimos pasar cerca de la casa y lo llamamos, pero Darío Linares, orgulloso y altivo, soltó una meada sobre el muro, nos miró con inocultable rencor y siguió su camino.
2) Él sufría de alzhéimer en etapa avanzada y vivía con la esposa, quien a pesar de la fatiga del trabajo en casa y de tener que ayudarlo en los más enojosos detalles, sobrellevaba su realidad con inocultable orgullo. Una madrugada la mujer se levantó para ir al baño, y al no ver a su marido en la cama como todas las noches, entró en pánico: lo buscó con afán en cada rincón de la casa y no lo halló, entonces se colgó un abrigo y se lanzó a la calle a toda prisa para ir en su búsqueda. Un conductor ebrio no la pudo esquivar, y el impacto con el coche la lanzó contra el pavimento muriendo en el acto. Por razones obvias el esposo no se enteró de nada, pero sí su aterrada hija, quien se había puesto de acuerdo con la madre el día anterior para llevárselo a su piso y cuidarlo por una breve temporada.
3) Mi padre conducía un camión por una estrecha carretera del Norte de Santander (Colombia), iba con su hermano Manuel a distribuir en los mercados regionales parte de la cosecha de la hacienda familiar. En una curva muy cerrada se les vino encima otro camión, lo que obligó a mi padre a tener que maniobrar con rapidez y dar un volantazo, con la mala suerte de caer por un profundo barranco. Mi padre quedó engarzado y maltrecho en la rama de un árbol, pero salvó milagrosamente su vida, mientras que mi tío murió de inmediato. Llevo como segundo nombre el suyo, que a su vez era el segundo de mi abuelo paterno.
4) Cuando estudiaba el tercer año de bachillerato envié un pequeño ensayo histórico a un concurso literario patrocinado por el colegio: me entusiasmaba, no tanto el tema, sino el premio: un bellísimo cuatro profesional de lujo y una placa alusiva al galardón. Para entonces, tomaba clases del instrumento y con mi hermana (y otros más) formábamos un pequeño grupo musical con el que improvisábamos serenatas y algunas esperpénticas presentaciones. Un profesor amigo afirmó en los pasillos que el jurado me había dado como ganador y que pronto sería la entrega del premio. Yo estaba feliz y lo anuncié con enorme entusiasmo en la casa. Para mi sorpresa, el día de la entrega el premio se lo dieron a otra persona, y el profesor amigo no se dejó ver nunca más el rostro.
5) En el solar de mi casa teníamos un pequeño gallinero con apenas cinco aves: cuatro gallinas y un gallo. Para mí, que era el menor de los hijos, siempre resultó un misterio la desaparición de cada animal, cuestión de la que no se quejaban mis hermanos siendo los dueños de las gallinas. Un día desapareció mi gallo y quedé visiblemente conmocionado, pero no tanto por su ausencia, sino al saber, gracias a la indiscreción de mi padre, que nos lo habíamos comido en las hallacas de Navidad.
6) De niño tenía temor a la oscuridad y mi madre, siempre consecuente con la causa del menor de sus hijos, encendía una velita a los santos, cuyo altar estaba en el cuarto de los niños, para que no sintiera el pánico a la noción del vacío total. Eso sí: cada vez que la velita se apagaba en plena madrugada, yo me despertaba y me ponía a llorar. Tenía entonces mi padre que levantarse, sacarme de la cuna y llevarme a la cama matrimonial. Una mala noche, cuando le velita se apagó y yo me eché a llorar con todas mis fuerzas, mi padre se levantó envalentonado y en lugar de llevarme a su cama como lo hacía todas las noches, me asestó una fuerte nalgada y me dejó privado sin poder respirar. A partir de entonces descubrí en el silencio de cada madrugada, el viejo ardid de apretar con fuerza los labios para que no se me escapara el sollozo cada vez que la velita se apagaba.
7) Nunca aprendí a nadar, y si bien puedo explicarlo sin problema alguno por la innata ausencia de condiciones físicas para el deporte, lo aduzco a una vieja y terrible experiencia que viví siendo niño: me veo en el agua de una horrible playa de lago llorando a mares cada vez que mi padre, quien tampoco sabía nadar, hundía mi cabeza en el agua y cuando veía que me asfixiaba y pataleaba, me sacaba jalándome de los cabellos como quien extrae un trofeo de caza.
8) Salíamos del colegio a mediodía y delante de mí una chica, a quien todos miraban con interés en medio de risotadas, llevaba la falda enganchada a la liga de su ropa interior, y sin percatarse mostraba completa su contorneada pierna. Por supuesto: no pude vencer mi timidez para alertarla de lo que sucedía. Años después me topé con ella en la universidad, nos hicimos amigos, y jamás le revelé el secreto que guardé hasta hoy.
rigilo99@gmail.com
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