1) Cuando niño pensaba que era adoptado, debido a la inocultable predilección de mi padre por mis hermanos. Había inseguridad de mi parte, no lo niego, pero la misma se basaba en la comprobación empírica de que no encajaba en la familia. Muchas veces increpé a mi madre para que me dijera la verdad: a que develara ese “secreto” que suponía guardado en algún cajón fundido bajo mil llaves. Ella se reía y me abrazaba, al tiempo que negaba el aserto, pero yo insistía y argumentaba que no había ninguna fotografía del embarazo: cuestión extraña, siendo mi padre un aficionado a tomarlas por doquier. El tiempo dirimió la verdad: cada vez que me asomo en un espejo veo el rostro de mi padre sonriéndome con picardía desde el más allá.
2) Pude haber muerto de niño por esas cuestiones propias de las travesuras infantiles. En casa había un inmenso solar en el que mis padres tenían dos árboles de cambures ubicados equidistantes, lo que nos permitía a mis hermanos y a mí jugar a policías y ladrones. Una buena tarde, en una de las tantas y divertidas refriegas, y siendo yo el ladrón, comenzamos a lanzarnos piedras y mi hermana logró asestarme una inmensa roca que me impactó directamente en la cara y caí desmayado en la tierra. La gritería fue enorme y mis hermanos corrieron para auxiliarme, con la buena fortuna de que la roca era de barro compactado, que al impactar en mi cara se deshizo en mil pedazos sin causarme mayor daño.
3) Mi inicio como profesor universitario fue algo traumático: en la cátedra no me dieron tiempo de asumir mi nueva condición, y al día siguiente de haber ganado el concurso tuve que pararme en el auditorio de mi facultad frente a un enorme grupo de estudiantes y dar mi primera clase de Botánica Farmacéutica. En aquellos tiempos no había tecnología educativa, y tenía que dibujar en la pizarra las estructuras de las plantas con tizas de colores y dictar la teoría. La noche previa no pude dormir, y a las 10 de la mañana estaba parado frente a los estudiantes que veían en mí a un muchacho (tenía veintiocho años). Ellos estaban contentos, pero nunca se enteraron de que las piernas me temblaban y la ropa la tenía empapada en sudor.
4) Nunca me gustó el deporte, y no porque careciera del incentivo para ello: mi padre era aficionado al fútbol, al igual que mi hermano. Lo mío era la letra impresa y mi mayor alegría era tener libros: oler sus páginas, llevarlos en mi maletín y saber que eran compañeros incondicionales. Claro, no me gustaba practicar deportes porque era muy torpe para ello, no obstante, podía ver y disfrutar de un partido y hasta de un mundial de fútbol completo, pero de allí a saltar a una cancha había un abismo insalvable. Una tarde, cuando miraba una caimanera de fútbol en el patio del colegio, me pegaron un balonazo en la cara y caí desmayado. Este episodio me marcó: de no gustarme el deporte pasé a abominar de él.
5) La iglesia estaba arreglada y lista para la ocasión, sólo faltaban los contrayentes. Llegó la novia hermosa y feliz del brazo de su padre, y se acercaron parsimoniosos al altar. Recuerdo que había expectación y un algo indefinible y etéreo ronroneaba en el ambiente. Así pasaron largos minutos, tal vez una media hora (o quizá más, ya no recuerdo), y fue entonces que mis ojos de niño vieron con espanto a la novia recoger presurosa sus pasos y atrincherarse tras la puerta: lloraba desconsolada. Pude sentir de cerca el dolor de la humillación y del desengaño, así como la punzada del rencor.
6) Me topé con Augusto Monterroso en 1998 cuando cayó en mis manos su libro La letra e, y desde entonces me hice su seguidor. Uno a uno fueron llegando sus libros a mis manos y como su obra no era muy extensa, pude acceder a ella. Sus textos eran infaltables en mis cursos de cuento y ensayo que dicté durante varios años en el contexto de mi universidad, y tanto me aficioné al gran guatemalteco nacido en Tegucigalpa, que decidí a finales de enero de 2003 enviarle hasta Ciudad de México un paquete con algunos de mis libros con la esperanza de recibir una nota. Pocos días después pude leer en la prensa nacional acerca de su muerte. No lo podía creer. Nunca sabré si Tito sostuvo mis libros en sus manos.
7) Sufría y disfrutaba de mis cursos de literatura: enseñaba algo que tenía que aprender y podía cotejarme con enormes talentos jóvenes, que me impelían a exigirme más, a elevar mis propios estándares literarios. Los cursos eran una vez por semana a partir de las 6 de la tarde hasta las 10 de la noche, en la Sala Febres Cordero de la Biblioteca Nacional. Una noche, cuando ya exhaustos terminamos la jornada, no pudimos salir porque nos habían dejado encerrados. Gracias a que el esposo de una de las estudiantes trabajaba en una cerrajería y llevó hasta el sitio una sierra eléctrica con la que partió el inmenso candado, pudimos abandonar cabizbajos la Sala en plena madrugada.
8) “¡Gorda, no me mates, que yo te amo!, ¡No me dejes Gorda, eres mi vida! Gorda, ¿estás ahí? ¡Gorda, háblame por favor! ¡Gorda, no me hagas esto, mira que te amo y ya no puedo más!” El chico, fuera de sus cabales, le gritaba a la mujer por el móvil y todos los que íbamos en el transporte público callábamos inquietos a la espera de algún imprevisto desenlace. Al final de la ruta sólo quedó el llanto acompasado y lastimero de él, así como el insondable silencio al otro lado de la línea.
rigilo99@gmail.com
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