En los alrededores de Almería vive un bhakta, un devoto de Krishna. En el perímetro de su propiedad hay una piscina, que durante mucho tiempo dejó de ser usada. Para su sorpresa, la piscina se convirtió en el hogar de una nutrida colonia de ranitas.
La llegada del verano trajo consigo la necesidad de limpiar la piscina y surgió el interrogante: ¿qué suerte correrían los batracios? Para el bhakta la respuesta era evidente: construyó un estanque conectado con un canal por el que fluiría el agua de lluvia, y trasladó una por una las ranitas.
“Así es el corazón de un devoto”, comentaría mi amigo. “Incapaz de hacer daño a ningún ser viviente”.
Jocosamente, dimos en llamar “Ash-ran” al estanque de las ranitas (el término correcto es ashram, y se refiere al lugar de meditación y estudio en el que conviven devotos y maestros).
Apenas me asomo al vasto e inabarcable universo del Bhakti Yoga y, sin embargo, puedo percibir dos rasgos que me resultan muy atractivos.
El primero de ellos es la autodisciplina. La vida devocional exige un importante compromiso y un esfuerzo progresivo para observar las regulaciones propias de la práctica religiosa, empezando por el necesario tiempo para cantar el Santo Nombre, a lo que comúnmente se alude como “cantar rondas”.
El segundo rasgo, de importancia capital para mí, es el respeto manifiesto por la vida y la compasión como punto de partida de la vida diaria, expresados, entre otras cosas, a través del vegetarianismo.
Y es que solo la experiencia permite formular juicios transparentes y exentos de prejuicios.
En estos tiempos de hostilidades e intolerancia, pareciera que el diálogo interreligioso fuera más necesario que nunca.
“No habrá paz entre las naciones sin paz entre las religiones. No habrá paz entre las religiones sin diálogo entre las religiones”, expresaría el eminente teólogo Hans Kung
Si bien ciertas corrientes, de las cuales el marxismo es la más representativa, aseveran que la religión es “el opio del pueblo” o que es “sencillamente un obstáculo que hay que abatir”, partiendo de la convicción de que promueve la aceptación pasiva del sufrimiento en la Tierra, atribuyendo a Dios y al destino lo que en realidad es obra de los hombres, lo cierto es que la religión puede contribuir significativamente a la convivencia y el bienestar social, al promover valores como la paz, el perdón y la cooperación.
A nivel individual, el sentido de trascendencia proporciona fortaleza para afrontar los retos y otorgar significado a la vida.
Quienes nos sentimos efectivamente bendecidos por la fe, consideramos que nuestra meta es regresar al origen, a donde pertenecemos, en concordancia con el significado etimológico del término, religare, que significa “reunir”.
Figuras relevantes del mundo católico han promovido el diálogo interreligioso, considerándolo una forma de cooperar para alcanzar metas comunes y compartir responsabilidades con respecto al mundo que nos rodea.
Pablo VI instituyó en 1964 el Secretariado para los no cristianos, y Juan Pablo II creó en 1988 el Pontificio Consejo para el Diálogo Interreligioso. La Declaración del Concilio Vaticano II, titulada Nostra aetate, y la encíclica Evangelii Gaudium, escrita por el Papa Francisco en 2013, enfatizan la importancia del diálogo interconfesional. Pero esta posición institucional debe encontrar reflejo en cada uno de nosotros, en el respeto y el conocimiento del sistema de creencias de los demás, antes de embarcarnos en la tortuosa senda de los prejuicios y la intolerancia.
Por lo pronto, un coro de ranitas, desde la profundidad del estanque, podrá seguir entonando sus alabanzas al Creador, como quiera que se llame, gracias a la bondad de un hombre.
linda.dambrosiom@gmail.com
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