24 de noviembre de 2024 11:42 PM

Ricardo Gil Otaiza: Escribir cuentos

Quizá, porque la mayoría de los autores debutan con cuentos, muchos son proclives a pensar que es un género para principiantes por lo fácil que resulta escribirlos, pero como premisa es falsa: el cuento es un género que requiere maestría, porque lo puedes matar con una línea de más, o hasta con un vocablo desafortunado, y eso lo sabemos quienes somos asiduos lectores de la narrativa breve, o brevísima, como suele llamársele, que estamos disfrutando de un cuento y de pronto se hace ceniza en nuestras manos, se quiebra, se volatiliza, pierde su sentido y la noción de autarquía que debe tener, y pasamos la página, y esto también lo sabemos los escritores, o los emborronadores de páginas, como se decía antes de manera despectiva cuando se quería destruir a un autor, y es por esto que cada pieza narrativa de este género tan escurridizo y difícil de definir, deberá ser trabajada hasta que nos sepa a ajo (como dicen que decía mi abuelo, a quien no conocí, cuando inquiría a sus hijos para que estudiaran la lección).

El cuento es un género antiguo, sus orígenes se pierden en el tiempo, quizás todas las generaciones que han poblado la Tierra lo hayan trajinado (de manera oral, por supuesto y, cuando se inventó la escritura, de la oralidad dio el salto al soporte que, dicho sea de paso, tiene su propia historia), y por ser tan antiguo ha cambiado su aspecto hasta llegar a nuestros días; es más, y sin ir muy lejos, los cuentos de Edgar Allan Poe, reputado maestro del cuento de horror y artífice del género policial, nos impactan y nos causan asombro, no tanto por las temáticas (que perdieron vigencia cuando la electricidad alumbró a los pueblos y a las casas, y hoy nadie se asusta por las sombras y los fantasmas; eso quiero creer), pero sí por su estructura precisa, que buscaba causar impacto en las dos últimas líneas con un vuelco inesperado, con un suceso imprevisto o una verdad revelada, pero ese esquema que se hizo escuela hasta hace pocas décadas, ha sido superado en su propia dinámica, y hoy los finales no tienen por qué ser sorpresivos y electrizantes, aunque a muchos nos sigan gustando (me incluyo), y se dé preeminencia a otros asuntos: atmósfera, psicología del, o de los personajes, el detalle preciso descrito milimétricamente y hasta el carecer de una historia como tal, y el regodeo en estos aspectos sea precisamente la esencia de lo narrado; es más: entre nosotros muchas crónicas pasan por cuentos y muchos cuentos por crónicas, y nadie se pone a analizar (yo sí, créanmelo) de si lo leído entra o no en el fulano canon, o si rompe de un plumazo con lo establecido; o si es un texto a la libre interpretación del lector.

Entre nosotros (los hispanohablantes), el cuento se ha mimetizado en su propia realidad circundante, y ya no podríamos decir con énfasis que se trate de un cuento realista o fantástico (o la simbiosis de ambas categorías un tanto obsoletas en el ahora), porque cada pieza y cada autor echan mano de lo que el mundo les entrega y en ese proceso no hay alcabalas ni estándares teóricos, sino todo un amplio espectro de posibilidades estéticas que entran en juego en cada página, porque la vida se ha complejizado de tal forma, que las fronteras entre lo que llamábamos con los pesados vocablos de “categoría taxonómica” (como si los textos narrativos fueran organismos vivos, y no meros artilugios del creador: artefactos que funcionen o no, están allí para el mero disfrute de quien los lee, y no habrá por tanto eslabones perdidos que trunquen el desarrollo de esa “especie”: ergo, género), son maneras de articular el hecho literario para su estudio, pero no deberán jamás convertirse en camisas de fuerza que den al trasto con la libertad de los autores.

El cuento es en sí mismo, y ya lo dije líneas arriba, autárquico, se cierra en sí mismo; en teoría: es la perfección hecha palabra, cuya alimentación la recibe de los creadores con el paso del tiempo (tal y como ocurre con la poesía), y esa “perfección” deberá responder, eso sí, a la estética del creador, pero sobre todo: a la vida misma, siendo aún un texto fantástico, porque la fantasía no es una nube que flota en el espacio sino que es una de las tantas nociones de lo humano, de la mano con el arte, y es allí, en ese denso territorio, en donde el cuento cobra eficacia: que le hable o no al lector, que lo lleve a quedarse con el libro en la mano en una suerte de éxtasis religioso, de reflexión filosófica, de impacto sensorial, de golpe profundo en su propia humanidad y lo empuje a exclamar: ¡guao, qué maravilla!

El cuento es perfección en sí misma, y déjenme decirles que, a pesar de su longitud (o precisamente por ella), es de extrema exigencia, y no me apuren porque podría afirmar, sin que me tiemble la voz, que es tan o más exigente que la novela, porque con menos palabras debes decir lo que tienes que decir y que ello signifique un impacto en quien lo lea, por lo tanto, la “orfebrería” del cuento nos impele a no fallar, a ser precisos y concisos, igual como ocurre con el poema, y en la novela podemos darnos el lujo de divagar, de escribir decenas de páginas de regodeo y digresión (mero relleno), y esos lujos no se los puede dar el cuento, porque se desnaturaliza y pierde su fuerza y su enorme poderío literario, porque el género ha cambiado, ya lo dije, pero el cuento deberá ser cuento y no otra cosa.

rigilo99@gmail.com

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