22 de noviembre de 2024 4:09 AM

Ricardo Gil Otaiza: Dejar de escribir

Larga y novelesca es la historia de muchos quienes tomaron la decisión de dejar de escribir: unos lo hicieron de jóvenes, algunos en plena madurez creativa, y otros tantos en el otoño de su existencia. En lo personal, no me lo he planteado, quizás porque hacerlo signifique un abrupto quiebre en una manera muy particular de vivir, y es aquí cuando pienso que dejarlo sería equivalente a abandonar un vicio como el licor, el cigarrillo u otras cosas, porque escribir, al igual que leer, son adictivos y llenan nuestros vacíos existenciales, y nos llevan a vivir mundos distintos al de la realidad (que a veces se torna pesada y compleja), y también nos impelen a seguir la ruta trazada, a no desviarnos de un “algo” que ha tenido una fuerza brutal dentro de nosotros.

En este punto, pienso en Borges, ciego a una edad temprana (alrededor de los 55 años) y que en él se dio como una nefasta herencia de su padre, y si bien tuvo que dejar de escribir y de leer por su propia cuenta, su vicio lo llevó a contratar personas, generalmente jóvenes, que se daban a la tarea de leerle textos y de servir de amanuenses, aunque la buena de Leonor Acevedo, su madre, aún muy anciana, fue su lazarillo en todo momento, y cuando Borges cayó en el desamparo total al morir ésta, casi centenaria, la literatura lo sostuvo y pudo rehacerse en medio de su profunda ingrimitud.

Ha habido prodigios que florecieron en plena adolescencia, como el caso de Arthur Rimbaud (1854-1891), quien comenzó a escribir sus poemas a los 16 años, y ya a los 20 abandonó la escritura para siempre en plena cima de su gloria, y optó por recorrer el mundo. Conocidos son sus amores tormentosos con el también poeta francés Paul Verlaine (1844-1896). Otros, como J. D. Salinger (1919-2010), autor de la recordada novela El guardián entre el centeno, que es considerada un clásico de la literatura, después de su enorme éxito entró en un mutismo inaudito: se apartó del mundo abrumado por la sobreexposición pública, y si bien es cierto que en su refugio escribió, no lo dio a conocer jamás. Su historia personal se mueve entre la fascinación y el horror.

El caso del también estadounidense David Foster Wallace (1962-2008) es digno de exaltar, porque siendo muy joven publicó La broma infinita, que lo consagró, pero luego entró en una dura fase de bloqueo psicológico que le impidió continuar con su obra, hasta que atormentado se suicidó a los 46 años. El gran estadounidense Philip Roth (1933-2018) abandonó la literatura siendo ya mayor. El neoyorquino Herman Melville (1819-1891) dejó las letras a 20 años de su muerte, es decir, en plena edad creativa, y se dedicó a trabajar en un puesto en la aduana de Nueva York. Se le recuerda por su cuento Bartleby, el escribiente, y muchas de sus obras fueron duramente atacadas por la crítica de su país.

En este lado del mundo tenemos como caso emblemático al cuentista y novelista mexicano Juan Rulfo (1917-1986), autor de la novela Pedro Páramo y el libro de cuentos El llano en llamas, que lo consagraron, lo que estimulaba a sus amigos y lectores a pedirle más obra, pero él se limitaba a responder: “Es que se me murió el tío Celerino, que era el que me contaba las historias”. Si bien pareciera una respuesta jocosa, en la vida real el dichoso tío lleno la cabeza del niño de historias, que con el tiempo se transmutaron en obra literaria. Todavía hoy se discute si sus dos famosos libros son realistas o fantásticos, pero la crítica halló la respuesta perfecta (casi un comodín): pertenecen al realismo mágico. Monterroso, amigo de Rulfo, afirmaba que en los libros de su amigo hay una suerte de humor, pero un humor extraño, porque sus páginas las recorren seres fantasmales, que son y no son, pero que intervienen en el decurso de las circunstancias.

En la Argentina tenemos al gran Macedonio Fernández (1874-1952), escritor, poeta y filósofo, que influenció a autores tan notables como a Borges, Arlt, Cortázar y Piglia, pero que en realidad no tuvo casi obra, o, mejor dicho, es fragmentaria y algunas de sus piezas son inclasificables dentro de un género específico. Por su carácter huraño, escribía en papelitos sueltos que dejaba por ahí, al azar, al tiempo, a la nada; no le interesaba la gloria y escribió a trompicones, fue disperso: pudo escribir una obra monumental, pero prefirió postergar su talento. Salió de manera póstuma su novela Museo de la Novela de la Eterna (1967).

El caso del también argentino Ernesto Sabato (1911-2011) es interesante: dejó la ciencia (era físico) por la literatura, y luego abandonó la literatura por la plástica. Sus obras esenciales son El túnel, Sobre héroes y tumbas y Abddón el exterminador. Su ausencia en las librerías fue larga, y casi en las puertas de su partida, retornó a las letras, pero no con novelas, sino con ensayos reflexivos sobre la soledad, la nostalgia y la muerte. Hermosa es su breve autobiografía Antes del fin. Vemos a Mario Vargas Llosa (1936) quien retiró de la narrativa en el 2023 con la novela Le dedico mi silencio, prometiendo un ensayo sobre Jean Paul Sartre, autor de juventud, y la razón de su decisión ha sido la salud.

Desencanto, vejez, hastío, bloqueo creativo, ceguera, locura y mil razones más, podrían atribuirse a que un escritor abandone su oficio, pero la más importante, creo yo, es no tener nada más para decir: sentirse vacío y sin alma.

rigilo99@gmail.com

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