22 de noviembre de 2024 10:55 AM

Ricardo Gil Otaiza: Postergar o no postergar

¡Ay, qué tontería la nuestra, de andar postergando las cosas, como si fuéramos eternos, como si la vida la tuviéramos asegurada, como si a veces la memoria no nos fallara y esas postergaciones no fueran en sí mismas una elegante manera de olvido!

Y todo esto lo sabemos, pero como en una suerte de mecanismo de defensa mental (para evitar la ansiedad), nos decimos a nosotros mismos: “tranquilo y sin nervios, esto queda para luego, más tarde lo hago y lo retomo, la próxima semana comienzo la labor, el mes que viene de seguro que me pongo en eso, a partir del primero de enero empieza el cambio”, pero pasan los días y no lo hacemos, y así se van acumulando tareas y postergaciones, hasta que todo aquello se aleja irremisiblemente de nosotros, y en un parpadeo se nos pasa la vida. Entonces, el peso de esas postergaciones nos cae encima como un piano de cola, y ya nada podemos hacer: no hay vuelta atrás, todo quedó petrificado en un hipotético tiempo intermedio entre el ahora y el anhelo, y por ese inmenso abismo que los separa se nos van los sueños y oportunidades.

Y lo digo por mí mismo: he postergado siempre muchas cosas, y cuando miro hacia atrás me doy cuenta de que a veces fue una mera vía de escape, y aquello por lo que postergué lo otro, o no valió la pena o sencillamente no se dio (o ambas cosas), y aparece entonces la frustración, así como el amargo sabor de una mala decisión. Con los libros he aplicado este mecanismo de postergar lecturas para otro momento, y esa noción filosófica implica las dimensiones tiempo y espacio, y hallo así libros postergados en el fondo de los anaqueles, que fueron empujados a la espera de un mejor momento que nunca llegó, y allí se quedaron: apenas vistos y revisados, casi olvidados, y ahora, cuando deseo revertir todo aquello, me encuentro con la certeza absoluta de la imposibilidad de hacerlo, y debo conformarme con lo inexorable.

La postergación implica posponer el ahora, y eso es imposible por la finitud de la existencia, y nos creemos el cuento de que el tiempo se puede recuperar y, déjenme decirles, que no es así: la existencia es en este instante y no en el que pasó o en el que vendrá, lo otro es mera retórica o falsa ilusión new age, que nos permite drenar y bajar los niveles de hormonas y así sentir que nos liberamos de la culpa. Por lo cual, la postergación en estas circunstancias es mala consejera: dejar un libro para luego es saber de antemano que hay una enorme probabilidad de no leerlo jamás y, cuando lo veamos envejecer en su nicho, sentiremos la pulsión del remordimiento y la extraña sensación de pérdida por lo no leído ni asumido: nos habremos privado de “algo” que pudo haber dado un giro a nuestro devenir.

Claro, como en todo, hay matices: hasta ahora solo he hablado de la postergación absoluta, y no de aquella que nos permite detener una lectura a un cuarto o a mitad de camino de una obra, con la intención de continuarla después, y en estos casos la posibilidad de proseguir es mayor que la de olvidar, porque lo leído ha dejado en nosotros su huella, y siempre habrá en nuestro interior esa especie de aguijón que nos punza y recuerda, una y otra vez, lo que hemos dejado pendiente.

Recuerdo haberles contado, que esto me pasó con el celebrado Libro del desasosiego de Pessoa, cuya lectura comencé en 1997 y finalicé este año. En el presente caso, la postergación fue solo en la dimensión temporal, y no en la del espacio, porque siempre procuré tenerlo a la mano y al pasar cada día lo veía allí: acostado sobre la mesa del comedor, inquieto por mi indiferencia. Aunque, transijo, la postergación fue paulatina: de aquel tiempo a esta parte fui leyendo de a poquito y lo dejaba, y así sucedió durante veintisiete años, hasta que me dije: ¡basta, Ricardo, lo terminas porque sí!, y no me detuve hasta que llegué al punto final. Y por azares o complejidades de la vida, leí hace una semana en la Letra e de Monterroso, en una de sus entradas (es un libro fragmentario de falsos diarios), que a él le pasó lo mismo con el libro de Pessoa, pero lo que no llegó a anunciar es si llegó al final.

Por supuesto, esta categoría de postergación como la que he descrito, solo es posible si el libro es fragmentario (diarios, breves ensayos, cuentos, pensamientos, lucubraciones, poemas) como el del gran autor portugués, ya que apenas lees el texto anterior en donde dejaste el marcapáginas, y te pones al día, porque si se trata de una novela esa postergación implicará siempre un recomenzar la lectura, porque se olvida la trama y no hay nada peor que leer y no tener idea de lo que te cuentan, porque es como avanzar con tropiezos en plena oscuridad y sentir que te encuentras perdido.

Cabe la posibilidad de postergar la lectura de una obra en específico, porque deseas conocer un libro anterior del mismo autor, para así tener una visión más certera de sus planes e intenciones literarias. Cabría aquí el ejemplo de la última novela del gran Javier Marías, titulada Tomás Nevinson (2021), que se lee con mayor provecho si asumes primero la anterior: Berta Isla (2017), ya que son complementarias (aunque independientes), porque ambos personajes centrales son esposos y sus historias, como ha de suponerse, se cruzan en algunos puntos, por lo que podría decirse que se trata de una suerte de saga.

Postergar o no postergar, impredecible dilema.

rigilo99@gmail.com

Síguenos en TelegramInstagram y X para recibir en directo todas nuestras actualizaciones

Share this post:

Noticias Recientes

El Espectador de Caracas, Noticias, política, Sucesos en Venezuela