Cada vez es más común topar con personas que, desde diversas latitudes y espacios, se proclaman “cansados, aburridos y decepcionados” de la política (eso escribía, por ejemplo, el cantautor español Alejandro Sanz en la red social X, al saludar con afecto al expresidente uruguayo José “Pepe” Mujica tras el público anuncio que su enfermedad). Aquí y allá, en el marco de sistemas que alientan expectativas democráticas, sigue creciendo la distancia entre los ciudadanos y la clase política; una brecha cavada por la desilusión respecto a procesos a los que la extinción de clivajes ideológicos propios del siglo XX de algún modo despojó de utilidad en términos de ejercicio de autodeterminación. La adaptación de esos sistemas a los nuevos retos y demandas que ascienden y se complejizan vertiginosamente parece ir a otro ritmo, uno distinto al dinamismo y compulsión de la modernidad líquida. Todo lo cual trae a colación la serie de elementos que Pierre Rosanvallon enumeraba para comprender la decepción democrática: corrupción de la democracia, el espectro de la impotencia, la traición representativa y el desfase temporal.
Esa historia hecha de promesas incumplidas e ideales traicionados, como anunciaba en 2017 el historiador y sociólogo francés, sirve para afirmar que la crisis de la democracia no se limita a las patologías de la representación. El centro del problema está en el declive del desempeño democrático de las elecciones, advierte. Las elecciones tienen hoy menor capacidad de representación por causas institucionales y sociológicas. En buena medida, esto se ha emparentado con la presidencialización de las democracias, la idea napoleónica del “hombre-pueblo”, el entorpecimiento que tal personalización supone para la manifestación de la pluralidad; una atrofia que ha estado muy presente en Latinoamérica y, de forma palmaria, en la Venezuela del siglo XXI. Pero, al mismo tiempo, las elecciones han visto mermadas sus funciones de legitimación de las instituciones políticas y los gobiernos, las de control sobre los representantes, las de producción de ciudadanía y de estímulo de la deliberación pública.
Otra perspectiva, la de una ciudadanía que ya no se autoconcibe como masa homogénea sino como “sucesión de historias singulares”, se impone a la hora de reconfigurar lo que antes se entendía como mayoría. A contrapelo de lo que observaba Tocqueville, la política no se reduce en estos tiempos a una simple cuestión de aritmética. Esto pesaría también a la hora de valorar su impacto en aquellas situaciones particulares que aguardan por mejoras, y de exigir mayor influencia directa de los ciudadanos en las decisiones gubernamentales. Ahora, son muchas minorías las que parecen componer la totalidad social; y en atención a esa segmentación de intereses y aspiraciones individuales, surgen demandas cada vez más numerosas y diferenciadas solicitando reconocimiento y consecuente representación.
Como recuerda el catedrático Ben Ansell (Por qué fracasa la política, 2023) tomamos parte en dinámicas en las que los individuos interactúan y se estorban mutuamente. Una paradoja a enfrentar, si tomamos en cuenta que la política alude precisamente al hecho de tomar decisiones de forma colectiva; a la posibilidad de superar limitaciones y lograr colectivamente lo que nadie puede hacer solo en un mundo signado por la contingencia creciente y la escasez. Así, la política está llamada a resolver problemas: pero ejercerla siempre creará otros, completamente nuevos. Con esa certeza es preciso lidiar.
Por eso la celebración de elecciones, incluso en sistemas no democráticos como el venezolano, no se libra de dilemas que suelen asociarse a las llamadas democracias “negativas”, de rechazo. Los años recientes han sido ilustrativos en cuanto a alimentar esa suerte de amor-odio que desata la política local, con ciclos que van desde la esperanza más cimera y refractaria al socavón, la frustración inevitable. Eso ha tenido mucho que ver, sin duda, con los resultados de la desigual lucha por el poder en contexto de disfuncionalidad, autoridad no limitada, libertades conculcadas y ausencia de accountability. Con ese catastrófico desempeño de quienes han operado desde el gobierno desde hace 25 años, -muy eficaces, eso sí, a la hora de conquistar y preservar lo que Dahl describe como capacidad de conseguir que otros actores hagan lo que por sí mismos no habrían hecho– así como los fracasos de quienes han aspirado a reemplazarlos.
Todo sugiere que hoy estamos a las puertas de otro de esos ciclos, bautizados por la esperanza de desalojar lo que no satisface. Cierto giro cultural estaría operando en esta ocasión, sin embargo, cuando ciudadanos rebasados por la ineficiencia del Estado empiezan a confiar más en sí mismos y en procesos extra-políticos a la hora de dar respuesta a sus muchas urgencias cotidianas, incluso aquellas que colindan con problemas de acción colectiva. En medio de estos avatares, la vieja-nueva enemistad con la política tradicional no cede, al contrario. Tal recelo sigue marcando los pulsos de un electorado que apostaría al cambio radical, a lo novedoso; a lo desconocido, incluso, antes que favorecer nombres que asocia con los mentados descalabros.
Pero la política consiste, fundamentalmente, en hacer promesas, recuerda Ben Ansell. Y en ese ámbito, el de un acuerdo -frágil, efímero, sin garantías- para hacer algo a futuro, las campañas electorales tienen un rol estelar. Por la oportunidad que entrañan de cara a una potencial democratización, las ofertas diferenciadoras que despliega la oposición en el marco de comicios autoritarios adquieren texturas y resonancias particulares. También a instancias de la transformación de la temporalidad de la vida política que ya detectaba Rosanvallon, el influjo del liderazgo en nuestro país no ha dependido entonces tanto de la presentación de programas de acción política como del carisma; la facultad para catalizar emociones que concurren, precisamente, en ese grueso deseo de cambio registrado por las encuestas. Junto a una mayor personalización de la confrontación, la nueva relación con la urgencia altera la capacidad de “proyección democrática” de la elección, según advierte el francés. En paisaje de incertidumbre global, emergencia y crisis local incesantemente reeditada, programas de gobierno consistentes y de largo aliento no parecen tener el atractivo de otras épocas.
¿Significa esto que tales promesas, esos programas mínimos vinculados a la visión de futuro de los líderes dejaron de ser relevantes? No, definitivamente. En nuestra peliaguda situación, la virtud básica asociada al impacto de la elección -poner fin al conflicto, de forma pacífica- tendría que ser complementada con lo que ya descuella como prioridad, los espinosos desafíos del día después. Lejos de la simplificación que alientan los populismos, habría que casarse desde ya con una democracia poselectoral habilitada por promesas de difícil incumplimiento, que “lleven en sí el germen de su materialización” (Ansell), que encajen armoniosamente en la horma de la formalización de reglas. Promesas que contribuyan, además, a ampliar esa “institución invisible” que, según Niklas Luhmann, es la confianza; algo que, a diferencia de la fe, remite a una dimensión directamente cognitiva. Sin ser todo, he allí un buen comienzo para restituir el prestigio de la política en tanto terreno irrenunciable para la construcción de un mundo común; una sociedad de distintos cuyos valores compartidos los instan a reconocerse.
@Mibelis
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